Qué complejas son las relaciones con la prensa: sus prisas, sus exigencias y sus formatos. Seguramente están muy ligadas a la precariedad y el saltar de tema en tema. Pero estas condiciones, qué poco permiten espacios para el pensar y el discurrir colectivo. ¿Cómo armar otras formas de la relación con lo público frente a las imposiciones de esa “divulgación científica” apresurada?
El contexto de esta reflexión es que, a mediados de octubre, me solicitaron una entrevista, bastante larga, que tendría por objetivo comparar la investigación de distintas personas interesadas en “cuidar el planeta”. Hoy supe que, de todo ello, sólo saldrán publicadas un par de frases, un poco fuera de contexto.
Con el resquemor de la ocasión perdida y la voluntad de aprovechar el trabajo ya hecho, que tenía por motivación suscitar posibles conversaciones sobre la relevancia de las ciencias sociales en la investigación sobre el cambio climático o el trabajo complejo de lo interdisciplinario, he decidido hacer disponible el contenido completo de mi respuesta. Ojalá sirva para algo.
Mi agradecimiento a Carmen Lozano Bright por su asistencia en este proceso.
Se habla mucho de que los más pequeños de la casa son los más concienciados para cuidar el planeta pero, ¿qué podemos aprender de nuestros mayores?
En el activismo siempre se suele poner el foco en las generaciones jóvenes, donde reside la esperanza de un mundo nuevo. Solemos atribuir a los mayores un cierto conservadurismo. Pero esto hace tiempo que se viene disputando. Las personas que hoy se encuentran en las edades más avanzadas son también las de la generación del 1968 y las luchas por la emancipación corporal. Y mucha de esa gente sigue batallando por abrir la posibilidad de un futuro en un momento aciago, complejo y donde podemos sentir cierta parálisis.
Dicho esto, quisiera recalcar que las generaciones no son homogéneas, los legados intergeneracionales siempre un reto y los aprendizajes nunca unívocos. Tenemos mucho que aprender de las luchas pasadas por la prosperidad, el estado social, la protección y la redistribución de la riqueza como un trabajo de lo que para ellos era su futuro y el de las generaciones venideras.
Pero también tenemos que olvidar, no hay herencia sin olvido: necesitamos deshacernos de una idea de bienestar caduca, con sus hábitos de uso energético, estéticas existenciales del gasto, formas de urbanización y movilidad desastrosas. Expresado de otra manera, necesitamos librarnos de un legado de lo que podríamos llamar, apoyándonos en el trabajo de Pierre Charbonnier, un “bienestar de carbono”, para imaginar otras formas de buena vida, otros territorios existenciales sostenidos también por el estado social, pero dentro de los límites planetarios.
Estás inmerso en el proyecto “Ciudades que envejecen: los futuros del urbanismo de la edad avanzada en el litoral español (CIUDEN)”. ¿Cuáles son las claves para que una ciudad tenga una buena salud?
Antes que nada es importante situarnos. Por una parte, la mayor parte de la humanidad vive en entornos urbanos extremadamente densos, tecnificados e intervenidos. Por otra parte, en los últimos cincuenta años la población mundial está alcanzando a vivir muchos más años que nunca anteriormente en la historia. Particularmente en la UE más de una quinta parte de sus habitantes tiene actualmente más de 65 años.
En este contexto, las preguntas del proyecto son dos. La primera es qué formas de urbanización han permitido que envejeciéramos como no lo hemos hecho nunca antes: en longevidad y calidad de vida o con salud. Pensemos en el logro social del transporte público o las calles accesibles para todos, fruto del trabajo de muchos activistas y técnicos.
España es un lugar donde la accesibilidad urbana está ampliamente desarrollada y en transformación. Si uno camina por una ciudad española, las calles están llenas de mayores y cuerpos diversos. Esto no es así en muchos otros sitios del planeta. Queda mucho por hacer, pero hay mucho bien hecho y debemos sentir orgullo.
La segunda pregunta remite a nuestro reto climático actual. Estamos en un proceso de fabricar ciudades amigables para las personas mayores y la diversidad funcional, pero lo hacemos muchas veces a través de infraestructuras desarrollistas, crecentistas y carboníferas.
Pensemos en nuestras calles de cemento, hormigón o granito, en esos pavimentos sellados hechos para poder caminar de forma segura para personas en silla de ruedas o ciegas. Esos mismos pavimentos son ahora el fundamento de muchos problemas, como el efecto isla de calor, que vulnerabiliza y expone a esos mismos cuerpos a los que se les quería restituir su derecho a la ciudad.
El reto actual es, por tanto: ¿cómo podremos pensar los futuros de estas ciudades que envejecen, demográficamente y como proyecto urbano? A través de talleres inmersivos y especulativos queremos aprender a pensar, junto con activistas mayores, urbanistas, técnicos municipales y legisladoras cómo construir ciudades para envejecer bien dentro de los límites del planeta.
¿Qué es lo más enriquecedor de trabajar desde la interdisciplinariedad para luchar contra el cambio climático?
Llevo muchos años en una conversación densa con activistas de la accesibilidad, arquitectas, diseñadoras y urbanistas. El trabajo de la interdisciplinariedad es duro, complejo, lleno de retos. Es un lugar de aprendizajes muy ricos, pero mentiría si dijera que es algo fácil. Al contrario, requiere de mucho trabajo, muchas veces friccional.
Sea como fuere, creo que es uno de nuestros principales retos en tiempos de mutación climática. Precisamente cuando alguna gente quisiera correr y darnos las soluciones es cuando más necesitamos aprender a ponerlas en común y explorar sus efectos, interesantes o desastrosos.
A mí me preocupa mucho que no todos los saberes se presentan en ese encuentro interdisciplinar en igualdad de condiciones: hay saberes que se creen más racionales o justificados que otros en su deseo de definir los problemas e intervenir. Las disciplinas biomédicas o las disciplinas técnicas, por ejemplo, tienden a hacer esto.
Creo que tienen mucho que aprender de las ciencias sociales, las humanidades, las artes y muchas otras formas de expresión cultural: la sensibilidad por la pluralidad de sentidos y formas de vida, su respeto y cultivo. Pero nos involucran muchas veces únicamente en la detección de necesidades o en la validación de sus resultados. Creo que esto es un error de planteamiento.
Entonces, para que esa colaboración interdisciplinar funcione habrá que bloquear las soluciones fáciles y evitar relaciones donde las cartas están marcadas. Necesitaríamos abrirnos a colaboraciones genuinamente experimentales para poder abordar los muchos retos de cómo viviremos, cómo habitaremos democráticamente en un momento sin precedentes.