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Fragmento de la ‘Alegoría del Mal Gobierno y consecuencias en la ciudad’ de los hermanos Lorenzetti (Fuente: Wikipedia)
La otra noche vagaba mentalmente leyendo la edición digital de El País. Buscaba algo de seudo-pornografía parlamentaria que llevarme a la boca para conciliar el sueño y, aplatanado por el calor, me crucé con el artículo El ‘blues del establishment’. Intrigado –el título era el mismo que el de la canción del recientemente recuperadoRodríguez–, pinché y entré… Y lo que vi no me ayudó a dormir porque, para que os hagáis una idea, ha acabado desembocando en la necesidad imperiosa de escribir estas líneas…
A modo de resumen: El artículo trazaba un paralelismo entre la bajeza moral y formativa de nuestra clase política y los desastres de nuestra situación actual. Dos temas muy en boga, que han llegado a su apogeo en los últimos años. Y entre sus propuestas para salir de esta diatriba… no, no hablaba de algo como el 15M o las innumerables propuestas que se han venido planteando en los últimos años de una política participativa, horizontal e inclusiva. Nuestro tecnocrático articulista abogaba más bien por que nuestra clase política debiera ser reformada por completo, incluyendo “a los mejores” (the best and brightest) en los puestos de dirección y decisión de nuestras instituciones públicas. Y para muestra un botón:
“[…] un Consejo de Ministros con seis doctores estaría mejor preparado y sería más independiente que el que tenemos para decidir sobre las complejas reformas financieras, tributarias o constitucionales que necesita el país.
[…] España se enfrenta a un enorme reto histórico de reforma que requiere recuperar la confianza de los ciudadanos en la política y a los mejores políticos al frente para llevar adelante las reformas”
Tuve que releerlo un par de veces, tomando aire. Una serie de preguntas tontas me rondaba la cabeza, sin cesar: ¿Por qué clase de arte de birlibirloque a una persona que ha cumplido todas las etapas de su ciclo formativo tal y como éste es definido por las instituciones certificadoras que rigen nuestra educación, por qué a alguien que ha obtenido el “más alto” título posible en una institución como la universidad, se le asume dotada de competencias que pudieran trasladarse sin mediar palabra a la vida pública? ¿Qué clase de cualidades harían de ella la más competente autoridad política, la que puede legislar y regir nuestros designios? ¿Qué hace de un doctor un buen gobernador?
De esta afirmación y lo que la sustentaba, no pude evitarlo, me sorprendió la simpleza de sus análisis. En primer lugar, ese conocimiento técnico de nuestras complejas sociedades modernas no suele residir en los políticos, como si fueran solitarios monarcas de la Alta Edad Media. Como representantes electos del pueblo (que pudieran y debieran venir de cualquier lugar y estrato social) sus decisiones se suelen tomar con la asistencia de un cuerpo de técnicos, asesores y funcionarios del estado (elegidos por concursos públicos de méritos), a los que se les consulta y pide su criterio en toda esta serie de materias, ya sea en la redacción de un texto legal como de una medida gubernamental. Pero incluso esta es una imagen bastante simplona. Sin entrar en complejos temas que nos asolan, como los cálculos del sistema de representación parlamentaria, las listas cerradas o una partitocracia anquilosados en lo que algunos llaman la Cultura de la Transición, siempre nos olvidamos que nuestros estados contemporáneos son animales extraños: entramados de instituciones pobladas por expertos que ocupan diferentes cargos, con sus distintos criterios de valoración; complejas maquinarias hechas para durar, pensadas para que las cosas funcionen incluso sin la existencia de representantes electos, como ocurre en momentos de crisis o estado de excepción.
En segundo lugar, la afirmación del articulista iguala nivel de formación a calidad y conocimiento como indicadores de lo que será un buen gobernante, cuestión que podríamos discutir ampliamente. Para empezar, sobre la calidad y el conocimiento: no le vendría mal considerar los enrevesados debates contemporáneos que existen sobre el significado de la calidad de nuestra formación científica y lo que quiere decir la excelencia en los espacios académicos (cuestión enormemente peliaguda y compleja que mejor dejamos para un futuro post y a la que podéis echar un vistazo en profundidad en este reciente debate en la revista Papers). Y, para continuar, se posiciona a favor de igualar nivel educativo a altura de cargo gubernamental sin cuestionar la curiosa asunción meritocrática que esto contiene…
Me pregunto: ¿Qué hace de la institución universitaria el último bastión, el guardián y baluarte de la creencia en la meritocracia? Cuesta entenderlo si no se ve como una enrevesada maniobra de devolver el lustre a tan denostada institución. Por otro lado, la meritocracia, como idea, no por estar muy extendida es menos cuestionable. Esa noción puebla nuestra vida social de imágenes de mundos justos, escalafones basados en el esfuerzo, permitiendo distinguir la posición que una persona ocupa en la vida de la de otras personas por sus virtudes morales, de conocimiento o de trabajo; esta idea permite justificar la creencia de que siempre en lo más alto de una sociedad estarán y debieran estar esos trabajadores honrados y esas estudiosas hormigas que merecen cobrar más y vivir mejor que esas perezosas y desarrapadas cigarras veraniegas. Un “fantástico” ideal de justicia social por el cual las mujeres con hijos, los parados, los desahuciados por las burbujas inmobiliarias o los colectivos con diversidad funcional merecen y deben vivir en la miseria…
No les negaré que algo de razón tiene al pedir que necesitamos una vida política un poco más digna, con un nivel de debate un poco más alto. No nos irían mal en ocasiones personalidades políticas de renombre que en lugar de espetarnos que eso no lo ha dicho“ni pixie ni dixie” pudieran recitar “de pe a pa” los recientes cambios evolutivos que han permitido escudriñar nuevas similitudes y diferencias entre el Homo Sapiens y los Nenderthales tras las recientes excavaciones en Atapuerca, por no hablar de los pros y contras y la potencia explicativa de un nuevo algoritmo de cómputo aplicado a la estimación de impago de un crédito por riesgo de desempleo, o de las últimas interpretaciones queer de ciertos personajes de la obra de Garcilaso de la Vega… Aunque suene a ironía, esto es de lo que muchas personas con título de doctor son expertas, siendo estos temas de investigación de lo más digno. Y sin duda creo que esa especificidad, rareza y pluralidad debiera ser defendida para que nuestras universidades sean esos lugares del saber erudito que a veces tanto nos hace falta.
Sin embargo, creo que la dignidad de nuestra vida política debe pasar por pensar en otros ideales de gobierno que no sólo sean los planteamientos tecnocráticos de ser gobernados por los más sabios y formados. A pesar de que ciertamente este sea un ideal republicano (en tanto que muestra una preocupación por el gobierno de la cosa pública sobre la base de razones y no de la fuerza), y que este ideal haya tenido no poco seguimiento, si lo siguiéramos más que ante una república de ciudadanos con igualdad de oportunidades estaríamos ante el gobierno de los herederos contemporáneos de la milenaria república de Platón. Esto debiera hacérsele relevante al articulista cuando, para apuntalar su falsa utopía del gobierno de los best and brightest pone el ejemplo de países como Chile, con profundas desigualdades sociales marcadas por el acceso a la educación, pero también en los que el acceso a la educación superior dista mucho de situarse en condiciones de igualdad de oportunidades. Aunque no hace falta irse al otro lado del charco para ver esto: el acceso educativo de los más desfavorecidos ha estado comúnmente mediado por estigmas de clase, género, raza y etnia o capacidad –baste una lectura somera de Los herederos de Pierre Bourdieu y Jean Claude Passeron para ver esto, pero recomiendo también escudriñar el informe de 2008 del Ministerio Español de Educación, Política Social y Deporte “Sociedad desigual, ¿educación desigual?” o bichear entre cualquiera de las más de 2000 referencias que podemos encontrar en Google Académico que tratan sobre la “desigualdad educativa” Asimismo, hablemos claro, es más que probable que las condiciones de acceso universal a la educación que apuntalarían su argumento como argumento democrático estén en peligro creciente por las recientes medidas neoliberales emprendidas en los últimos años.
Por mi parte, creo que necesitamos pensar de otra manera la relación entre formación, educación y práctica política a la tecnocrática propuesta del artículo que aquí me ha servido como excusa. Aunque, más allá de asegurar la igualdad de oportunidades educativa y la justicia y la transparencia de la meritocracia gubernamental, creo que eso pasa necesariamente por una cierta transformación del saber experto. Necesitamos transformar el lugar de privilegio que ciertas posiciones de enunciación tienen porque su criterio afecta a la vida de muchas personas, que no pueden sentarse en la mesa de negociaciones con esos expertos aunque se les vaya la vida con lo que esas personas decidan o designen. ¿Acaso es una triste y tonta utopía que el gobierno y nuestras instituciones estatales, que nuestra democracia, en fin, pueda pensarse horizontalmente y que en ella participen las propias personas que la sufren, de todo pelaje y condición, contando quizá con consejo experto, pero sin quedar atrapados en una tecnocracia más falsamente transparente, en la que ya no sólo no podríamos participar porque no somos los gobernantes electos sino porque “no sabemos”?
Este es una de los caballos de batalla del pequeño ámbito de trabajo de los estudios sociales de la ciencia y la tecnología, en los que se ha venido planteando con fuerza el dilema de cómo construir democracias “más dialógicas”. Y no quisiera dejar pasar la oportunidad de compartir alguna de las interesantes ideas para ello que nos propondrían investigadoras como Sheila Jassanoff, que ya hace años argumentaba que no sólo necesitamos promover una mayor participación ciudadana para evitar los juegos tecnocráticos, sino que para que esa participación sea interesante o útil necesitaríamos desarrollar lo que ella denomina unas “tecnologías de la humildad”:
“Hay una creciente necesidad […] de lo que pudiéramos llamar ‘tecnologías de la humildad’. Éstas son métodos, o mejor, hábitos de pensamiento institucionalizados que intentan hacerse cargo de los precarios límites del entendimiento humano –lo desconocido, lo incierto, lo ambiguo, lo incontrolable-. Al reconocer los límites de la predicción y el control, las tecnologías de la humildad confrontan ‘frontalmente’ las implicaciones normativas de nuestra falta de predicción perfecta. Requieren de habilidades expertas y de formatos de relación entre los expertos, los que toman las decisiones y la opinión pública, diferentes de los que se consideraban necesarios en las estructuras de gobierno de la alta modernidad. Implican no sólo la necesidad de mecanismos de participación, sino también de una atmósfera intelectual en la que los ciudadanos sean alentados a poner en funcionamiento sus conocimientos y habilidades para la resolución de los problemas comunes” (Jassanoff, 2003: p.227; traducción propia)[1].
A esta mayor participación y creciente articulación de algo parecido a esas tecnologías de la humildad creo que apuntan la ingente cantidad de colectivos productores de conocimiento y las acciones experimentales que han venido emergiendo a borbotones en los últimos años, en cuyo desarrollo el estallido colectivo cultural del 15M ha tenido un gran impacto. Comunidades epistémicas construidas desde lo que vivimos cada cual, contando con el conocimiento de un cualquiera y lo que le afecta. Redes abiertas, “fuera de clase”, en las que experimentamos sobre nuestros límites morales y de conocimiento, sobre lo que podemos y queremos, pero no de cualquier manera… ¿Por qué no prestar más atención a esos formatos de conocimiento que la razón tecnocrática ignora?
(Continuará)
*Tomás Sánchez Criado