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La ecología de saberes vibrantes de Bruno Latour

Texto publicado simultáneamente en Ankulegi & CTXT

La catástrofe ambiental nos trae de cabeza. Por todas partes aparecen movimientos activistas, pronunciamientos reaccionarios que se les oponen y propuestas de soluciones que se expresan sin ningún atisbo de duda. En esta situación de estupor, en la que empezamos a tomar conciencia de la finitud planetaria, el trabajo de Bruno Latour (fallecido el pasado 9 de octubre de 2022) pudiera ser de gran inspiración para cultivar ecologías vibrantes de pensamiento colectivo, con el fin de abordar los retos del “Nuevo Régimen Climático”. 


Ecologistas en guerra

En Alemania, donde he vivido los últimos 8 años, nadie habla de otra cosa: Lützerath. Quizá os suene, es el primer lugar donde han arrestado a Greta Thunberg, tras una prolongada ocupación, sentadas y una batalla campal por su desalojo. Desde hace casi dos años, una infinidad de activistas luchan en este pueblo del Oeste del país al grito de keep it in the ground (dejadlo en el suelo) o Klimaschutz ist Handarbeit (la protección del clima es un trabajo manual). Su objetivo es evitar la desaparición del pueblo ante la ampliación de la mina de lignito a cielo abierto de Garzweiler, que ya ha engullido varias localidades colindantes. 

Aunque la ampliación de la mina no es una nueva medida, ha cobrado un carácter extremadamente complejo tras la invasión de Ucrania. A pesar de ser cuestionada por más de 500 científicos, la retórica de cortar la dependencia energética de Rusia ha intensificado la necesidad de extraer carbón localmente, lo que algunos residentes han percibido como una traición por parte del partido Verde, integrante del gobierno de coalición alemán. Esta traición parece haberse visto refrendada por las declaraciones de un parlamentario de los Verdes, que acusa a estas personas que protestan (como también están haciendo grandes medios alemanes) de haber roto con la tradición de la no violencia del movimiento ambientalista, atentando contra la propiedad y la integridad física de otras personas. 

En mitad del ruido, una foto de Marius Michusch se ha hecho icónica; tanto por la excavadora que representa––un ser cometierra, verdadero devorador de paisajes––, como por la protección policial que documenta––reflejando la violencia de que no hay alternativas al modelo de producción extractivista––. La imagen constituye un buen resumen de los dilemas contemporáneos de un mundo ante el abismo. Espoleados por la sensación de que a nuestro alrededor el mundo arde y la gente sufre, vivimos una época de renovadas pasiones ambientalistas, a las que muchas veces se les oponen distintas formas de negacionismo. Frente a la defensa del pueblo, hay quienes sugieren que el desalojo se haga rapidito, que se dejen de tonterías, que hay que poder seguir calentando nuestras casas, que no pasa nada.

19:42 Bagger extrem nah an Arbeitern und Polizei. Strategie von RWE; Aktivistisch nutzbare Fläche schnell wegbaggern. #Luetzerath. Marius Michusch https://twitter.com/marius_mich/status/1610708837463474183/ (7:44 PM · Jan 4, 2023)

Pero claro que pasa. Estamos en un momento muy complicado y vertiginoso. Algo ha cambiado en muchos de nosotros. Quizá fue un poco antes de la pandemia, con esos fuegos desbocados de Australia y sus koalas calcinados. O quizá fueron las olas de calor que aplastaron Europa el pasado verano. Ya no somos los mismos, ni siquiera los que se niegan a aceptar que algo esté pasando. Algo no termina de funcionar en nuestra forma de vida. Ante los reiterados avisos de la catástrofe ambiental en curso, la búsqueda de seguridad lleva a algunas personas a aferrarse a pronunciamientos identitarios rotundos, cuando no profundamente violentos. Pero también se suceden las visiones apocalípticas. Y, para hacerlo todo aún más complicado, revolotean por todos lados soluciones de distintos expertos, muchas veces incompatibles, que se expresan sin un ápice de duda. Malos tiempos para la lírica o, lo que es lo mismo, la pausa, la discusión y el pensamiento colectivo.



La esperanza (de Pandora) es lo último que se pierde

Precisamente en un momento así, me gustaría reivindicar la relevancia del trabajo de Bruno Latour ––filósofo y antropólogo de la ciencia y la tecnología, ensayista de la ecología política–– que, tomando conciencia de la finitud planetaria, ha hecho relevante otra manera de pensar, más alegre y viva, vibrante y tentativa, para hacer frente a la mutación climática. El suyo era un modo de abordar problemas gigantescos (la verdad, la eficacia, la transformación de la política como un asunto más que humano) alejado de las grandes narrativas. Su planteamiento era siempre empírico, cuando no específicamente etnográfico. Latour fue uno de los grandes artífices de lo que se conoce como “teoría del actor-red”: una caja de herramientas descriptiva para entender los modos de existencia de los modernos, nuclear para aproximarse a los dilemas de la contemporaneidad.

Por ello, cuando supe de su muerte, el pasado 9 de octubre de 2022, no pude evitar llorar. Como uno llora cuando pierde a alguien que le ha cambiado el curso de la vida, con esa mezcla de desesperación y de reconocimiento. Y recordé cómo empecé a leerlo, de la forma más absurda. En 2002 cogí el libro La esperanza de Pandora de la biblioteca de la madre de un amigo. Lo abrí, me picó la curiosidad y no lo podía dejar: aquello era un relato apasionante de los procesos de construcción de los hechos o cómo las técnicas hacen mundo. Le pedí a mi amigo traerlo de vuelta al día siguiente, pero esto nunca ocurrió. No pude proteger el libro cuando comenzó un chaparrón espantoso mientras esperaba el autobús en una parada sin marquesina. A pesar de la vergüenza de no saber cómo devolver un libro maltrecho, desde entonces Bruno Latour me ha acompañado media vida. Siempre vuelvo a él cuando necesito recordarme que el oficio de investigar puede ser también divertido y apasionante: algo para lo que, seamos sinceros, tenemos muy poco soporte institucional. Pero como siempre me recuerda desde una de mis estanterías aquel libro mojado con el que empezó todo, la esperanza (de Pandora) es lo último que se pierde.

Le conocí en persona en 2005. Aún recuerdo la fascinación de merodear con él entre las instalaciones de la exposición Making Things Public, que comisarió en el ZKM de Karlsruhe, donde fui a entrevistarlo. Sin embargo, tener de cuerpo presente a la persona que a uno le inspira no es necesariamente lo más relevante. Lo que siempre me atrajo de su lectura fue que cada vez que lo leía vibraba. Literalmente, el mundo se movía: por ejemplo, aun con el libro mojado en la mano, ese autobús que me llevaba a casa era un ente vibrátil, una componenda azarosa e inestable de distintas entidades cooperando, a través del tiempo y el espacio, para transportarnos.

Aunque tras el 15-M me distancié un poco, las prioridades eran otras y la creatividad salvaje omnipresente, desde 2019 me fascinaron sus entrevistas eléctricas en la radio France Inter. En ellas era siempre divertido y lúcido, comentando asuntos como los Gilets jaunes o el Brexit y la pandemia desde lugares interesantes. A causa de ello, poco a poco me enfrasqué en su trabajo reciente, que pone en el centro la actual mutación ecológica. Una situación que, según argumentaba, requiere de nosotros repensar el papel de los saberes, así como las formas políticas que tendremos que ensayar, pues el reto excede a nuestras actuales instituciones.

Hay muchas maneras de hacer un homenaje intelectual, también de hacerlo mal. Sólo se me ocurren algunas de intentar hacerlo bien. Frente a la idealización de personas, la historia intelectual, pues las aportaciones, para ser valoradas, requieren reconstruir bien el contexto de debates en que se hicieron: el trabajo de Latour sólo puede entenderse como un “vuelo compartido” con otra mucha gente, de entre quienes destacan, quizá, Michel Callon, Michel Serres e Isabelle Stengers (véanse estos dos artículos recientes de Callon, donde reconstruye muchas de estas interacciones: 1 | 2). Pero también, vindicar los “pequeños gestos” de una manera de pensar, como la centralidad del humor en la escritura de Latour que reseña Morgan Meyer en un reciente comentario. Y, por último, ensayar su puesta en uso, para lidiar con los problemas propios, que es lo que quisiera hacer aquí. 

Al reencontrarme con su lectura apasionada, me di cuenta de que hacía tiempo que no vivía esa frescura de volver a sentir el mundo vibrar cuando uno lee. Esta es la razón que me lleva a querer compartir mi pequeño homenaje a un pensador alegre que cultivó ecologías de pensamiento colectivo, cruciales para abordar las diatribas y los retos del momento presente. Esto no tiene que ver con hacer proselitismo, sino con querer resonar con su forma de pensar o, dicho de otro modo, con practicar un gesto latouriano. 



En la zona crítica

En su trabajo reciente hay una noción central: “Nuevo Régimen Climático”, que remite a los problemas a los que nos ha arrojado un modo de vida particular, la producción y su dependencia de las energías fósiles. Un régimen destructivo que ha transformado nuestros entornos, moldeado nuestros saberes e instituciones políticas durante más de un siglo, poniendo en riesgo la habitabilidad del planeta. Al mismo tiempo, esta caracterización sugiere la posibilidad de su transformación, de un antiguo a un nuevo régimen: lo que supone la búsqueda de otros horizontes de sentido para engendrar formas plurales de habitabilidad en un momento francamente complejo y problemático, sin garantías. De todo eso tratan el erudito Cara a cara con el planeta, los ensayos para el gran público que le han hecho popular recientemente, Dónde aterrizar y Dónde estoy, o el maravilloso catálogo de la exposición Critical Zones

Como Latour repetía incesantemente: a pesar de que la producción ha tenido efectos planetarios, no vivimos en el mismo planeta y necesitamos volver a aprender a vivir juntos. Pero para ello los modernos, principales artífices de este cambio, deben volver a entender su lugar en el mundo. El proyecto lo resumió muy bien Patrice Maniglier, en uno de los mejores obituarios académicos producidos tras la muerte de Latour: “Hacer aterrizar a los modernos supone … reabrir la pluralidad de las proyecciones terrestres. Y, también, reflexionar sobre las condiciones en las que la modernidad podría coexistir en la misma Tierra con otras formas de habitación terrestre, sin erradicarlas ni subyugarlas”. Para caracterizar esa pluralidad de proyecciones terrestres, Latour hablaba de Gaia: un término tomado de los trabajos científicos de James Lovelock y Lynn Margulis, pero que convierte en un concepto propio. 

Gaia no se trata ni de la madre tierra new age ni del planeta como totalidad sistémica o cibernética, como lo tratan las ciencias que estudian la simbiogénesis o el sistema Tierra. Antes bien, es un ente emergente, que aparece y desaparece, donde es central la actividad de los vivientes: quienes producen la inestabilidad atmosférica que hace única a la Tierra. Su consistencia es la de un tapiz parcheado, no unitario y complejo. Ese carácter requiere todos nuestros esfuerzos para conocer sus “intrusiones”, a muy diferentes escalas. Las ramificaciones e interpenetraciones complejas que Latour mostró y reflejaba en su trabajo colectivo con las científicas y los científicos de los Observatorios de la Zona Crítica, nos conminan a la tarea de no dejar de indagar nunca. Porque hacer describibles y discutibles esas “zonas críticas” (donde los vivientes se la juegan literalmente, pero también donde más se afanan para continuar haciendo mundos vivibles, en su pluralidad irreducible) no es fácil.

Lüzerath es un interesante ejemplo de ello. Según el politólogo Pierre Charbonnier, el retorno de la extracción minera a Europa tras la invasión de Ucrania rompe una distinción espacial fundacional moderna, crucial al extractivismo colonial de la producción: la que distingue “dónde vivimos” y “de dónde vivimos” los modernos. Parece previsible que, teniendo de nuevo las minas cerca de casa, estos conflictos irán a más y serán más duros, lo que podría traer nuevas vías para la ecología política. Pero esta ruptura parece habernos arrojado más bien a lo que Charbonnier llama una “ecología de guerra”, donde el frente se ha desplazado a nuestras formas cotidianas de uso energético: la situación paradójica de sostener desde el consumo la maquinaria de guerra a la que muchos nos oponemos políticamente, o donde parar la maquinaria de guerra puede tener que ver con transformar nuestra relación con la producción y sus usos energéticos. Esa ecología de guerra y sus dilemas son el trasfondo de la imagen de Marius Michusch que antes mencionaba. Es una fotografía potente que quizá gane premios, pero que, también, permite hacer una distinción demasiado rápida entre quiénes son “los buenos” y “los malos”. En la mayoría de casos la distinción es compleja. 

Pensemos en las acciones de colectivos que están redefiniendo los contornos de la acción directa del ambientalismo, como Letzte Generation (última generación) en Alemania, Just Stop Oil en Reino Unido o Futuro Vegetal en España. Más allá de la famosa y disputada curadoría de arte del fin del mundo, sopa vegetal y pegamento mediante, una de las acciones más peculiares de concienciación cívica de Letzte Generation ha sido pegarse al asfalto y hacer sentadas parando el tráfico en cruces urbanos. Tras el estupor inicial de quienes se veían forzados a parar sus coches, cada vez más conductores y viandantes reciben sus sentadas con violencia. En algunas acciones recientes, al ver que iban a bloquear la calle, los coches se han negado a parar, poniendo a los activistas en peligro y llegando a arrollarlos en ocasiones.

Ciertos medios alemanes se dirigen a estos activistas con el epíteto despectivo de Klima-Kleber (los que se pegan por el clima). Su ridiculización por parte de los medios me produce una profunda tristeza porque, a través de estas acciones, estos colectivos buscan politizar la catástrofe planetaria, advirtiendo del papel central que cumplen las energías fósiles en ello, empleando el tráfico rodado para demostrar su posición. Pero la rabia y el rechazo que muestran los conductores parece revelar que esa ecuación no es tan sencilla. Cuando menos, opera paradójicamente por abstracción: parar ese coche en concreto, no implica parar el problema y, lamentablemente, tampoco parece invitar a considerar las razones de dependencia del coche de aquellos a quienes paran. Lo que, sin duda, no hace la violencia menos desdeñable, pero ¿cómo salir de este dilema?



La importancia de describir bien

Para hacer estas situaciones pensables creo que Latour puede ser de gran relevancia. En Dónde aterrizar, por ejemplo, propuso recuperar los “cuadernos de quejas” anteriores a la Revolución Francesa, donde los diferentes estamentos fueron llamados a describir los problemas que aquejaban a sus territorios. Esta herramienta descriptiva cobró sentido renovado en el contexto de las revueltas de los Gilets jaunes, donde se puso en discusión cómo ciertas políticas ambientales pudieran impactar paradójicamente en quienes no tienen dinero para renovar su viejo diésel. En un consorcio junto con profesionales de la arquitectura y las artes escénicas, Latour y sus colegas exploraron entre 2019 y 2020 en qué podrían consistir unos “nuevos cuadernos de quejas”, desarrollando para ello cartografías personales y territoriales en diferentes ciudades francesas. Se dibujaron, así, espacios de disputa y de alianza.

A mi juicio, estas experiencias empíricas son de gran inspiración si deseamos encarar los dilemas del “Nuevo Régimen Climático”. Para lidiar con el estupor necesitamos aprender a describir bien: tomándonos el tiempo para entender las redes de las que dependemos y su escala variable. La descripción es una forma de intervención: como en los cuadernos de quejas, implica también inscribir las desigualdades que aquejan a esos territorios, sus orígenes y disputas. Al hacerlo, se hace difícil, sin embargo, convertir a unos en heroínas o héroes incomprendidos y a otros en zombis de las energías fósiles. Pero, a la vez, esa propuesta descriptiva nos permite ir más allá del enfrentamiento entre gente que, de otra manera, pudiera compartir mundo o lucha, dando paso a otras políticas de re-ensamblaje de nuestras formas de vida, más allá de la producción. Se trata de una tarea compleja, sin duda.

El septiembre pasado, Philip Oltermann publicó un artículo en el diario The Guardian que lidiaba con esa complejidad. Relataba los retos que enfrenta una planta de la multinacional BASF, en la localidad alemana de Ludwigshafen, cuyo trabajo podría verse afectado por el racionamiento del gas ruso, tras las sanciones por la invasión de Ucrania. El artículo habla de un lugar difícil de pensar: con profundos y perversos lazos socio-ecológicos, en el centro de un brutal pliegue de escalas. No sólo por sus 2850 kilómetros de tuberías. Además, la planta consume una cantidad anual de gas semejante a la de toda Suiza. A pesar de su apariencia exótica y lejana, los productos químicos que produce están profundamente incrustados en el tejido de lo cotidiano: pasta de dientes, vitaminas, aislamiento para edificios, pañales, ibuprofeno para analgésicos o suministros para la industria automovilística de media Europa. 

Desde que lo leí no dejo de pensar en ello: ¿cómo intervenir en ese pliegue abigarrado, cuyo desmantelamiento o crisis afecta no sólo al consumo de combustibles fósiles o industrias de las que subsisten muchas personas, sino también a la posibilidad de contar con productos médicos y de higiene que permiten nuestra supervivencia? En su artículo Imaginar los gestos-barrera contra la vuelta a la producción anterior a la crisis, publicado durante el confinamiento, Latour argumentaba que: “No se trata ya de retomar o de modificar un sistema de producción, sino de salir de la producción como principio único de relación con el mundo”. Pero, ¿qué gestos-barrera podemos ensayar para reensamblar lo que Ludwigshafen ha plegado de otros modos? Esta es una tarea que requiere un ingente trabajo colectivo, toda una inventiva política para explorar ensamblajes alternativos.

La inmensidad del reto produce parálisis. A esto no ayuda la proliferación de diferentes formas de ignorancia instituida o negacionismo que nos abisman. Y, muy a nuestro pesar, tampoco los relatos simplistas y guerreros de la práctica científica, tan presentes en el movimiento ambientalista. El problema de lemas como “seguir a la ciencia” o “unirse contra el negacionismo” es de orden práctico, tanto en su sentido laxo —¿a dónde, cómo, por qué medios?— como en el filosófico pragmatista: es decir, hay que explorar con calma cómo se ha construido un hecho y sus efectos —“para qué” y “a costa de quiénes”—, sin dejarnos embaucar por soluciones en apariencia sencillas. Sea como fuere, debemos llevar a cabo un importante trabajo colectivo de descripción, lo que requerirá debates llenos de disputas, si aspiramos a dirimir cómo enfrentar la tarea de armar otra forma de vida.

Entrevista a Bruno Latour (6/12)
Inventar dispositivos colectivos


Hacia una nueva clase ecológica

Para ello, quizá necesitemos renovar el vocabulario y las prácticas de la ecología política. Eso implicará, por seguir con el gesto de inspiración latouriana, pluralizar y ampliar los modos de implicación pública de la ciencia más allá de formas tan iluministas como la divulgación o la pedagogía, centradas en “tener razón”; algo que no parece muy útil para hacerse con la complejidad de los problemas y la necesidad de perpetua indagación del presente. A pesar de que debemos congratularnos de que haya devenido asunto público, necesitaremos muchas más voces que las que copan las trifulcas mediáticas entre colapsistas, decrecentistas y partidarios del Green New Deal. También, aprender caso a caso a dimensionar los debates para participar de la composición de entornos más habitables para distintos seres: sin obviar la complejidad, pero sin abundar en la desesperanza ni la esperanza estériles.

En ese sentido, en su trabajo reciente con Nikolaj Schultz, Latour habla de la necesidad de una “nueva clase ecológica” que, al igual que la obrera en el siglo XIX, debe ser construida. Sin embargo, y aquí empiezan los problemas, la clase obrera no puede ser el molde: la materialidad y el sentido de la historia son distintos, la tarea de composición de otro orden. Para empezar, la afectación de los fenómenos ecológicos es muy diversa en sus expresiones, no hay una única naturaleza. Para seguir, la producción, y no sólo su redistribución o reapropiación, es el problema. Como Latour mencionaba en ese artículo durante el confinamiento antes citado: “quizá es el momento de inventar un socialismo que discuta la producción en sí misma … la injusticia no se limita únicamente a la redistribución de los frutos del progreso, sino a la manera misma de hacer fructífero el planeta”.

Para hacerse sensible a estos retos y la indagación que eso requiere, será importante, a su parecer, equipar a esa clase. Y hablan de la importancia de las artes y su capacidad de describir y de afectar para ello. No artes pedagógicas o divulgativas: con su moral ya precocinada o desplegando un saber ya cerrado. Más bien, se trataría de experimentar con lo que denominan unas “artes políticas”: la práctica especulativa y exploratoria de las condiciones (estéticas, epistémicas y morales) desde las que abordar el “Nuevo Régimen Climático”, así como de las configuraciones políticas que se harán ahí relevantes (un trabajo que Latour inició en su libro Políticas de la Naturaleza y desarrolló posteriormente en el catálogo de la exposición Making Things Public). 

El reto, como recordaba recientemente Latour en su contribución al libro que relata la experimentación durante más de una década de la Escuela de Artes Políticas (programa de estudios que dirigía en Sciences Po), es que “no hay mundo común ni nunca lo ha habido. El pluralismo estará siempre con nosotros”. Esto requiere de exploraciones y tanteos siempre situados, dimensionando los problemas caso a caso, para explorar los contornos de lo común, pero también las divergencias. En diferentes iniciativas colectivas del propio Latour, junto con Frédérique Aït-Touati y Alexandra Arènes, la dramaturgia y el arte de los diagramas han sido dispositivos experimentales centrales, junto con las exposiciones antes mencionadas, para describir y poner en discusión distintos problemas, así como para explorar las formas de abordarlos políticamente.

La tarea de esas artes políticas para componer una clase ecológica, sin embargo, requiere el acompañamiento de una ciencia que no se centre en perpetuar el estilo aberrante que ha popularizado Don’t look up: echándose las manos a la cabeza ante lo idiotas que somos, porque no escuchamos. Antes bien, hace falta una ciencia que participe del proceso vibrante de indagación de lo existente y de lo posible. La clase ecológica, según Latour y Schultz, debiera estar integrada también por cuadros políticos y funcionarios del Estado. A pesar de la prevención que este aserto pueda generar, esto pudiera ser crucial para su éxito. Asimismo, los partidos y movimientos ecologistas deberían pasar de moralizar, apesadumbrar y regodearse en la catástrofe, a explorar, recuperar y defender, con alegría, distintos sentidos, no unitarios, de buena vida más allá del proyecto moderno (como, por ejemplo, el Sumak kawsay, pero también como en Lützerath).

Todo ello será necesario para pensar la des-economización que necesitamos emprender. Ese proceso requerirá dejar cosas de lado, frugalidad y sobriedad, pero también hacer existir distribuciones más justas de la habitabilidad y la imaginación de lo posible: ensayando distintas nociones de prosperidad para convertir esa clase ecológica en una clase abiertamente múltiple o, como diría Marisol de la Cadena, “común a través de la divergencia” (lo que hace falta en un kampong de Yakarta puede no ser lo mismo que en una eco-granja de los Alpes, y no serán lo mismo hoy que mañana). ¿Quizá esta idea de una clase ecológica permita construir puentes ayudando a confederar, sin perder las diferencias, a eco-feministas, decrecentistas, movimientos de ecología negra, decoloniales e indigenistas o a diferentes vertientes de eco-marxismo y ecosocialismo?

Frente a la dureza de lo que los próximos años traerán y para desactivar la desesperanza de los cambios que tendremos acometer, será más relevante que nunca la ecología de saberes vibrantes que Bruno Latour cultivó en vida: con su experimentación descriptiva y su pensamiento colectivo generativo. Ante el serio reto del “Nuevo Régimen Climático”, en situaciones donde el miedo nos atrapa, no nos deja pensar y caemos en la tentación de abrazarnos a quienes nos ofrecen soluciones fáciles, quizá sólo esa alegría del pensar colectivo pueda ayudar a engendrar la habitabilidad plural de nuestras zonas críticas. Ese sería su mejor legado.

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Latour, a joyous multimodal thinker

Text for a short video intervention in the Homage: In conversation with Bruno Latour event, jointly organised last January 16, 2023 by the Stadtlabor for Multimodal Anthropology & the Laboratory: Anthropology of Environment | Human Relations at the Institut für Europäische Ethnologie, Humboldt-Universität zu Berlin (my former institution).

It’s a great pleasure for me to be able to join you all in celebrating one of the figures who has been accompanying me for the last 20 years of my life. I can even say that Bruno Latour is probably one of the main reasons why I became a researcher.

I suppose many of you know Bruno Latour as an anthropologist of science and technology, from his earlier laboratory studies to the works on different kinds of techniques. Some of you might read him as a philosopher of mediation and translation.

But it is as a multimodal thinker that I would like to refer to him. And not only because of his interest in the many modes of existence (multi-modal), but because of his collective explorations of different media forms (multi-media) to articulate them (in a plurality of epistemic ways).

He has notably been exploring different registers of writing, of which two main works stand out:

  1. Paris Ville Invisible: For those studying or interested in studying urban phenomena this is a masterpiece. An essay of photographic social theory, where Latour and Emilie Hermant explore how Paris, the “City of Lights”, cannot exist were it not for a million mediation devices and gadgets circulating to render it graspable, knowable, visible.
  2. But also, Aramis, or The Love of Technology: A study in the form of a detective novel, following the comings and goings, the trajectories of nonexistence and existence of a transportation system in Paris. This one is an incredible food for thought, not only because of its form, but also because neglected more than human agents are granted a specific and concrete voice in the telling, perhaps in connection with the work of writer Richard Powers (I’m thinking here of Galatea 2.2, on machine learning and a computer developing a self; The Overstory, on people dealing with the deep time of trees; or my favourite, The Echomaker, where some sort of Oliver Sacks is confronted with neurological patients finally speaking back at him, disputing his use of them to write books about otherworld minds).

Beyond these experiments in writing, which Latour has been always been undertaking as someone interested in semiotics, I think there are three other passions of his that I believe are of great inspiration for anyone interested in multimodal explorations.

First, his long-time interest in diagrams, which together with Frédérique Aït-Touati and Alexandra Arènes they have been more recently developing even further (check their marvellous Terra Forma). Rather than representational devices aiming to simplify, their diagrams are tools for concept-making and abstraction, enabling to grapple with complex operations of thought: such as, the distinction between purification and translation, the drama of technical scripts, which planet we might be on, or what it might mean to come back down to Earth. Second, Latour has been invested, also together with Aït-Touati, in unfolding dramaturgical experiments. Their most recent works (the Theater of Negotiations discussed in the last chapter of Facing Gaia, or the beautiful Trilogie Terrestre) explore the mise-en-scène of the intrusions of Gaia, making them knowable and politically graspable.

But it is perhaps as a co-curator of exhibitions—or Gedankenaustellungen (thought exhibitions, a wordplay with the German word for thought experiments, as Latour and Peter Weibel called them)—that this multimodal feature is perhaps better apprehensible. Mostly in Making Things Public, which has been a tremendous inspiration for many of us: a whole exhibition exploring the Dingpolitik, that is, the new political formations, or new political architectures that should be made relevant to deal with the multi-scalar assemblies of humans and nonhumans populating our everyday life. But also in the experimentation with protocols to Reset Modernity!. More recently, after publishing Facing Gaia and Down to Earth, he also co-curated the exhibition Critical Zones, which mostly had an online life do to the pandemic, but has perhaps the most beautiful catalogue of them all.

In Critical Zones, as in all his recent work, he has been calling for the arts to step up in the ecological mutation we’re undergoing. This is perhaps nowhere more clearly stated than in his recently published On the Emergence of an Ecological Class: A Memo, together with Nicolaj Schultz. In this work, they call for the arts to have a very peculiar role in composing, equipping this new ecological class. And they do not just refer to politically-minded art, conveying aesthetically ready-made political aspirations, but rather to more speculative, art-based forms of inquiry, exploring the descriptive and affective registers to develop new sensitivities, new aesthetics that should be made relevant to compose such an ecological class. This was something he thoroughly explored, collectively, in the study program he directed at Sciences Po: The School of Political Arts.

For all of these reasons the work of Latour has been of tremendous inspiration for the recent explorations of the Stadtlabor for multimodal anthropology, developing games and other sorts of public devices. To exemplify with our research through and with games, allow me to talk a bit in closing about House of Gossip and, more recently, Waste What?, the two games we’ve prototyped so far.

Using games as media we sought to explore alternative scenographies and devices of fieldwork, where games could act as peculiar multi-sensory assemblies where we could start doing highly-specific forms of research on urban phenomena, also eliciting fieldwork materials to engage in composing diverse kinds of publics.

In House of Gossip we explored, materializing a stairway, how a community of residents could come together: immersing themselves in thinking, or remembering the predicaments of dealing with the peculiar real estate and housing market assemblages creating great troubles in contemporary urban arenas (a true crisis of habitability!), such as in Berlin and many other big European cities.

In Waste What? we have been trying to abstract and reenact—by means of a loop-based game mechanic—the attempts of different institutional and activist initiatives of the circular economy from Berlin, particularly in connection with the Haus der Materialisierung. These are trying to explore, different attempts at closing the circle: that is, thwarting and blocking the throwaway culture of our consumerist societies, engendering new forms of habitability, of inhabiting Gaia.

But these are far from the only ways in which Latour has inspired many of us interested in doing multimodal urban research and public work. Be it at the Stadtlabor, or elsewhere (in my case now in Barcelona), I’m well aware all of us will continue to think and work with Latour’s multimodal impetus for many years to come.

May this be our homage to such a joyous multimodal thinker!

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Problemas de cuidado y el cuidado de los problemas > Vidas Descontadas

Gracias a la amable invitación de María Martínez, Maite Martín Palomo e Iñaki Rubio, en el marco del seminario permanente del proyecto “Mundo(s) de víctimas 3: Proyecto Vidas Descontadas. Refugios para habitar la desaparición social”, el próximo 15 de junio a las 11:00 estaré compartiendo mi trabajo en torno a: “Problemas de cuidado y el cuidado de los problemas“.

Para ello, revisitaré algunas publicaciones propias recientes (Care in Trouble & Anthropology as a careful design practice?) donde he estado interrogándome sobre la noción de cuidado como concepto y como cualidad de ciertas prácticas “cuidadosas” vinculadas al diseño. Esta indagación ha tenido lugar en un contexto de generalización presente de sus usos, no sólo en la jerga académica de campos como la antropología o los estudios de la ciencia y la tecnología (donde suelo habitar y pasar mi tiempo). A pesar de la relevancia de recuperar sus orígenes combativos e inclusivos prometedores en el pensamiento feminista, la expansión del cuidado más allá de los contextos de salud o cuidado interpersonal ha dado lugar a la aparición de un vocabulario político en toda regla, reivindicado en discursos muchas veces securitarios, trascendiendo a lenguajes institucionales del orden y el mantenimiento, así como alegatos etno-nacionalistas. A pesar de que esta generalización pudiera hacernos pensar en el éxito del término y la gran suerte de vivir en un presente más habitable, la violencia ambiente en que vivimos no parece augurar que esta popularidad tenga un fácil correlato en nuestra cotidianidad, ¿quizá como síntoma de un deseo o una aspiración evanescente? Antes que sugerir arrojar el término por la borda, me gustaría abordar los problemas de cuidado ante los que nos sitúan intervenciones sobre lo social en nombre de una aspiración cuidadosa que parecen tener claro lo que se necesita y cómo, donde la violencia efectiva también aparece como una violencia epistémica. Más allá de usos paliativos o vinculados a la reparación de órdenes existentes, quizá la única vía para que el cuidado no sea parte del problema, pudiera pasar por tratarlo como una práctica del cuidado de los problemas: un modo de abrirnos a los contornos de lo posible de frágiles ecologías de soportes, con conocimientos y maneras de hacer muchas veces relegadas al olvido, cuando no invisibilizadas, donde antes que vidas con contornos claros, la especulación de lo por venir participa de la ingente tarea de construir entornos para la vida plural en el presente (donde, muchas veces, antes que reparar o continuar, necesitaremos desarmar y tirar abajo). Una tarea que, en mi propio trabajo, ha ido vinculada a repensar la etnografía como práctica de diseño cuidadoso (de la que pondré algunos ejemplos vinculados a participar de colectivos de diseño activista desde el montaje de ecologías de documentación abierta, o el trabajo pedagógico para re-sensibilizar a profesionales del diseño urbano a que re-aprendan colaborativamente su práctica ante la radical presencia de quienes suelen hacerse cargo de sus designios). Esto es, una tarea donde el cuidado aparece no tanto como un concepto que clausura, sino como práctica emergente para las ciencias sociales, re-equipando o engendrando formas y dispositivos de indagación cuidadosa (atenta al cuidado de los problemas), para participar de la problematización conjunta de ecologías de soportes en condiciones de violencia ambiente.

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Paisajes activos para sobrevivir al capitalismo > Público

[VERSIÓN CORREGIDA, PUBLICADO ORIGINALMENTE EN PÚBLICO, 25/04/2022]

¿Cómo hacer posible la vida en las ruinas del capitalismo? Aunque en los tiempos devastadores que corren llevamos a rastras hasta nuestras hipérboles, esa es la pregunta que vertebra el libro La seta del fin del mundo: Sobre la posibilidad de la vida en las ruinas capitalistas de la antropóloga Anna Tsing. Un relato que captura el espíritu atormentado de una época donde el crecimiento y el progreso como los conocíamos han mostrado su cara más aciaga y tenebrosa. Pensado y escrito desde una sensibilidad etnográfica atenta a la complejidad de nuestro presente en llamas, recabando materiales e historias diversos, La seta del fin del mundo no es, pues, ni un recetario de soluciones baratas ni un ensayo que abrace el dulce láudano del apocalipsis.

Publicado originalmente en 2015 en Estados Unidos, la cuidada edición reciente de Capitán Swing es un artefacto tan embriagador (buen papel, imágenes en alta definición, letra legible, cartoné con altorrelieve, manejable y a precio asequible) y complejo como el original. Su gran hallazgo, también su elección más desconcertante, es el lugar desde el que indaga. A partir de un trabajo etnográfico de equipo realizado entre 2004 y 2011 en diversos lugares de la costa oeste de EE.UU., Japón, China y Finlandia, el libro analiza los complejos nudos entre capitalismo y ecología.

Tsing traza con gran detalle las cadenas globales de recolección, venta, estudio científico y experimentos en silvicultura para intentar cultivar, sin éxito, una rara seta que desata pasiones desenfrenadas en Japón: el matsutake, usado comúnmente como regalo o bien de lujo. Su interés por practicar una antropología de las relaciones interespecíficas en el capitalismo avanzado le lleva a desplegar un aparataje metodológico que privilegia unas “artes de la observación” para hacernos sensibles al funcionamiento de lo que llama “conjuntos polifónicos”: patchworks plagados de fricciones, antes que tejidos homogéneos, de los que el mejor ejemplo serían las relaciones interespecíficas de las que el matsutake pende. De hecho, como cuenta Tsing, el matsutake no es sólo un bien de lujo para los japoneses: un producto que condensa la nostalgia del otoño perdido y la vida de aldea, vector de la seriedad de las relaciones que se marcan con su regalo. Es, también, una forma de emergencia y supervivencia en la ruina forestal, en al menos dos sentidos, contenidos en las partes II y III del libro.

La parte II es un breve tratado de antropología económica que estudia el capitalismo de cadenas de suministro. Aquí se narra el proceso de lo que Tsing llama “acumulación de rescate”: los complejos procesos de creación de valor (como bien de regalo o de lujo) de una seta no cultivable, que crece donde nadie se la espera en antiguos bosques industriales depredados; una seta recolectada por diferentes agentes (nómadas, libertarios y migrantes) que viven “en los propios límites del capitalismo” (p.377), esto es, ni dentro ni fuera del mismo. Una cadena de creación de valor que tiene por origen una emergencia extraña de la vida, una aparición cuando todo parece perdido, en el otoño de nuestras ideas de progreso.

La parte III es un estudio de las complejas relaciones natura-culturales e interespecíficas en las que emerge el matsutake. Un relato que, antes que poner en el centro a al matsutake como especie, toma como unidad de análisis al “holobionte” del que es parte, así como sus relaciones de “simbiopoiesis”: esto es, la co-evolución y relaciones simbióticas, desde lo parasitario al apoyo mutuo, entre diferentes especies. En particular, el análisis se centra en explorar las “perturbaciones” y “diseños involuntarios” en la gestión forestal que permitieron y permiten la emergencia no diseñada del matsutake, vinculada a determinados árboles con los que co-evoluciona. Esta parte contiene, asimismo, un detallado análisis y loa del trabajo cuasi-activista de campesinos, científicos o gestores forestales implicados en la defensa del satoyama japonés, un territorio intersticial entre el bosque y el cultivo. Un trabajo de recuperación de ciertas lindes entre lo urbano y lo rural, que busca hacer viable una economía y modos de relación con el bosque alternativos. Una formación interespecífica o, mejor, un “paisaje activo” que opera, en el relato de la autora, como una suerte de “antiplantación”.

Lo que conecta ambas partes es la descripción de la precariedad existencial causada por la depredación planetaria antropogénica y, particularmente, capitalista (lo que se conoce comúnmente como la era geológica del Antropoceno). Y, más aún, el intento por mostrar distintos relatos que puedan inspirar otros paisajes activos que la sobrevivan. En ese sentido, La seta del fin del mundo desafía las historias lineales del progreso, así como los relatos conservacionistas simplistas. Parte de su complejidad radica en que sus historias crecen como las setas, alumbrando distintas “parcelas” o “retales” (patches) de los efectos interconectados, pero no unitarios de eso que llamamos el Antropoceno.

El resultado, por tanto, no es una oda a lo pre-industrial, el retorno a la naturaleza prístina y originaria, o el neo-ruralismo. Más bien la propuesta que nos hace Tsing es explorar qué capacidades de acción pueden hacerse existir en complejas situaciones ecológicas. Situaciones donde se mezclan los efectos de perturbación industrial, así como los resurgimientos simbióticos que habilitan posibles respuestas. Situaciones donde la agencia humana (a través de, por ejemplo, el cuidado, limpieza y uso del bosque) puede tener un papel relevante, pero no único. Como apunta Tsing:

“Los bosques campesinos de roble y pino han formado remolinos de estabilidad y convivencia. Pero a menudo tienen origen en grandes cataclismos, como la deforestación que acompaña a la industrialización nacional. Son pequeños remolinos de vidas interconectadas dentro de grandes corrientes de perturbación: seguramente, constituyen un buen lugar para reflexionar sobre el talento humano para poner remedio a las cosas. Pero también existe la perspectiva del bosque” (p.262)

En su “antifinal” el libro hace un enérgico alegato en favor de la ciencia abierta, abogando por la necesidad de abrir la producción del conocimiento a una multitud de colaboraciones “fúngicas” o rizomáticas (como las setas mismas), entre saberes académicos y populares. Esto es, la creación de un “paisaje activo” que permita el cultivo de saberes y prácticas no instrumentales: como el trabajo sin garantías de los bosques, con su paciencia y tiempos extraños, así como las relaciones interespecíficas a las que invita. Relaciones que a veces “no surgen gracias a los planes humanos, sino a pesar de ellos” (p.363) y que requieren ir más allá de soluciones utópicas prefabricadas o multiuso. A pesar de su compleja factura (es indudablemente un libro académico, denso y erudito) y su radical concreción en torno al matsutake, el libro nos invita a prestar atención a las complejas relaciones entre naturaleza y cultura.

Y es ahí donde el libro, en su vertiente más poética, nos sugiere rearmar nuestra imaginación ante las crisis en curso. ¿Quizá podamos inspirarnos en los valores ecológicos de las setas, así como en los proyectos de ciencia activista que el libro relata, como complejas formas de construir paisajes activos más vivibles y plurales? Donde la precariedad impera, quizá no nos quede más remedio que intentar armar muchas formas de relación fúngicas, pensando e interviniendo, desde nuestras parcelas, entornos y territorios, en los desastres en curso, aunque eso no sea garantía de nada. ¿Seremos capaces de crear paisajes activos, de muchos tipos, para sobrevivir al capitalismo y su destrucción planetaria?