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La crisis de las crisálidas. Reactivar la política en el fin del mundo > Ankulegi

Co-escrito con Brais Estévez Vilariño

Originalmente publicado en Ankulegi: Espacio Digital de Antropología

Hace no tanto, la política era una fiesta. Una verbena sostenida en el encuentro vivaz de organizados y desorganizados que, en cada uno de sus actos, abría espacios de encuentro por doquier y desplegaba prácticas generativas donde cualquiera podía explorar otras formas de vida posible. Hoy, una parte sustancial de aquella vida encantada ha quedado reducida a una representación distante y sospechosa sobre la que opinamos con inquina revanchista en el abismo en que se han convertido las redes. ¿Qué ha pasado? ¿Qué nos ha pasado? Ante un mundo nuevo que nos desafía con un sinfín de amenazas y horizontes apocalípticos, se extienden el malestar y la angustia. Aunque muchas veces no resulte sencillo discernir su origen, navegando entre la teoría psicoanalítica y el pensamiento ecológico de Bruno Latour e Isabelle Stengers, queremos tantear una genealogía posible del malestar de la época y sus efectos políticos paralizantes.

Larva and chrysalis of Papilio creshontes (Giant Swallowtail). Digitally enhanced from our own publication of Moths and butterflies of the United States (1900) by Sherman F. Denton (1856-1937).


Hace no tanto, poco más de diez años, la política era una fiesta. Esto es, una verbena sostenida en el encuentro vivaz de organizados y desorganizados que, en cada uno de sus actos, abría espacios de encuentro por doquier y desplegaba prácticas generativas donde cualquiera podía explorar otras formas de vida posible. Lo llamativo de este fenómeno es que no se trataba de una cuestión eminentemente regional; vivimos y hablamos con personas amigas que entraron en procesos parecidos en una constelación de ciudades de todo el mundo: desde Santiago de Compostela a Santiago de Chile, pasando por Belo Horizonte, Salvador-Bahia, Rio de Janeiro, Estambul o Barcelona. Hoy, una parte sustancial de aquella vida encantada ha quedado reducida, particularmente en el Estado español, a una representación distante y sospechosa sobre la que opinamos con inquina revanchista en el abismo en que se han convertido las redes. ¿Qué ha pasado? ¿Qué nos ha pasado? A este respecto, un amigo que tuvo una responsabilidad importante en un “gobierno del cambio” compartía por WhatsApp una reflexión con aires de epitafio: “Mi generación política se ha convertido en un vertedero de ombligos desalmados”. 

Hace ya más de diez años, la inestabilidad, la falta de horizonte, la ruptura de sentido o, dicho de otro modo, la falta de suelo –por no hablar de su desahucio–, precipitó en el Estado español –aún no sabemos bien cómo– un vórtice generativo de intentos y tentativas de salir al encuentro del otro. Esa fuga permitió elaborar en común lo que nos pasaba con relación a la crisis que bloqueaba nuestras vidas desde 2008. Hoy, sin embargo, esa falta de suelo común nos sitúa en un vacío del que nos defendemos desde el yo, a donde parecemos habernos desterrado. 

Entre los impasses de la época y la desorientación generalizada ante un mundo que nos desafía con un sinfín de amenazas y horizontes apocalípticos, se extienden el malestar y la angustia. La angustia es un afecto que pasa por el cuerpo, pero quizá convenga pensarlo como señal de un momento inquietante o, incluso, como síntoma de un malestar compartido. Por otra parte, el malestar social entendido como un bloqueo de las formas de subjetivación políticas capaces de operar disensos en un mundo hostil  –cerrado en términos sensibles y existenciales– ha sido analizado desde hace años por colectivos de pensamiento antagonista como El Comité Invisible, Espai en blanc y, también, por autores como Peter Pál Pelbart y Suely Rolnik o, más recientemente, por Amador Fernández-Savater. 

Aunque muchas veces no resulte sencillo discernir el origen de la angustia, en este texto –navegando entre la teoría psicoanalítica y el pensamiento ecológico de Bruno Latour e Isabelle Stengers– queremos tantear una genealogía posible del repliegue yoico en el que, a nuestro juicio, resuena una dimensión del malestar de la época que nos conduce a la impotencia política. Reflexionar sobre algunas de las condiciones de ese malestar nos parece crucial en un momento en el que, en diferentes lugares del mundo, desde Argentina o EE.UU. a diferentes estados europeos, una oleada conservadora sin precedentes prolifera alimentándose de la obstinación maníaca del resentimiento.



Crítica de la razón angustiada

En 1926, Freud (2013a) señaló que existen dos modos habituales de dirimir la angustia: la inhibición y la descarga motriz. La inhibición remite a la inacción y la pasividad: es el no pensar, el no participar, el mutismo. La descarga motriz supone el pasaje al acto incesante, un actuar todo el rato para no pensar: scrollear y twittear sin descanso o una motricidad desbordada que, al mismo tiempo que llena gimnasios, impone el mandato de caminar, salir a correr o viajar sin parar como receta para ablandar la angustia. Pero, más allá de eso, a nuestro juicio, el malestar político de la época hace síntoma a través de dos modos prevalentes que tienen que ver con la proliferación de la crítica y con su rechazo.

Opinamos todo el rato, emitimos mensajes –sin parar– y, en definitiva, actuamos para no pensar. Decía Lacan (1971), en un texto publicado en el primer volumen de los Escritos, que el yo es una función de desconocimiento del ser: un objeto al que acudimos para imaginarnos hechos de una única pieza, sin división subjetiva, sin agujeros y sin falta. Hoy, tal vez, el yo hiperbólico y sin dudas obtura la falta de empleo, la falta de alegría, la falta de vínculos, de amor, de espacios, de saberes o de certezas. En ese sentido, quizá ejercitar el yo que opina de manera maníaca sobre cualquier cosa nos permite imaginarnos soberanos, dueños de nuestros designios a través de nuestras palabras: ¿una ficción de dominio? Ahora bien, ese dominio del yo que prolifera en las redes sociales se despliega sin el otro –sin la presencia de otros cuerpos y sin otras palabras audibles que no sean la propia–. Así, la energía libidinal que propulsa esa crítica solitaria que excluye al otro –incluso, a todo lo otro de uno mismo que resulte incongruente con el yo– resuena como un goce autoerótico: una mezcla de satisfacción y pesadumbre en la que cada uno se entretiene con su objeto en soledad.

En este sentido, la supuesta razón crítica puede, paradójicamente, volvernos estúpidos. ¿Qué fabrica, qué articula o qué permite enunciar que el mundo está condenado, sin remedio, o que no hay ninguna posibilidad de transformación relevante, sino un goce triunfante de la debacle –un fin de mundo– en el que siempre pervive el yo? ¿Qué posibilidad de vida común o de articulación colectiva se activa al considerar que la única posibilidad relevante pasa por nosotros mismos, porque nos den la razón a toda costa, porque los otros acepten un código que solo unos pocos conocemos y que, además, mostramos solo a medias, instalando perpetuamente a los otros en la ignorancia, o lo que es lo mismo, en el afuera?  

En unos pasajes que nos resultan muy esclarecedores del documental Cuentos para la supervivencia terrenal, Donna Haraway señala que, en algunas ocasiones, la crítica del capitalismo –denunciar la miseria del mundo y señalar a los culpables de la explotación– también puede ser un tóxico: made in Criticalland, como bromeaba Latour (2004) en un texto, precisamente, sobre los límites políticos y epistémicos de la crítica para la transformación del mundo. A pesar de que, ciertamente, esta reflexión no invalida la relevancia de la crítica, nos lleva a pensar en aquellos momentos donde la crítica deviene en un veneno narcisista que desvitaliza y condena al mismo tiempo que nos vuelve adictos a él; sólo nosotros sabemos, no nos hacen falta los otros y, de ese modo, no necesitamos movernos de nuestra posición: nadie se mueve. Como señala Haraway, a veces nos embobamos de tal manera con la penúltima crítica del capitalismo que podemos llegar a creer que no hay ninguna posibilidad política digna en el mundo que no esté contenida en esa crítica. En otras palabras, cuando una perspectiva crítica emerge y opera desde el yo, cuando su despliegue afirma una posición singular, pero también busca señalar, acallar y ridiculizar al otro –a los que “no saben”–, el veneno puede matar cualquier posibilidad de emergencia de lo colectivo.


Desterrados en el yo

Así las cosas, la crítica de la razón angustiada desactiva y, de alguna manera, sólo revela la impotencia que ella misma genera. No existen demasiadas pruebas, ni efectos verificables, de que la denuncia de la opresión remueva conciencias, como gusta decir muchas veces la teoría crítica. Eso mismo señaló Jacques Rancière (2010) a propósito del distanciamiento brechtiano. Imaginar, como proponía Brecht, que aquello que sucedía en el espacio de una obra teatral –que lo normal pueda resultar absurdo– condujera a acciones políticas transformadoras era una asunción problemática. Para Rancière, la supuesta transmutación del principio de desestabilización de la percepción corriente en una pedagogía política emancipadora nunca habría tenido efectos políticos verificables, más allá –eso sí– de la producción de un canon sobre lo que podría ser el arte político en su dimensión representacional.

En ese sentido, Isabelle Stengers y Philippe Pignarre (2018) sugerían en su libro La Brujería Capitalista que: “si el capitalismo corriera riesgos por el hecho de ser denunciado, se habría desintegrado hace tiempo” (p. 43). Por no hablar de cómo, bien al contrario, estas riadas de tuits y comentarios lapidarios acaban reforzándolo, engrosando las arcas del cryptobro de turno, detentando el cargo de capitalista de plataforma.

La otra cara sintomática de esa razón angustiada es, sin embargo, no la del ruido incesante, sino la del silencio abismal del rechazo: una desafección propia de cuerpos blindados y a la defensiva. Esta posición se fundamenta en un supuesto no querer saber que, al mismo tiempo que permite distancia y desimplicación, genera una posición de dependencia que recuerda al voyeur: el goce de la debacle por inacción que, en nuestra aparente distancia, nos instala, progresivamente, en un estado de soledad, letargo y mortificación. “¿Has visto el tweet de x?”. “¡Qué horror!”. “No, yo es que paso, ya no lo sigo”. “Yo lo he silenciado”. Un supuesto desentenderse que mantiene la fijación en lo que nos daña: una atracción fatal que alimentamos con nuestras acciones. La neurosis del sujeto que rechaza el mismo mundo en el que desea participar. Con todo, la paradoja es que, si bien decimos que no aguantamos más y, de hecho, sentimos que no aguantamos más, tampoco dejamos de querer más.

Así, nos aislamos y nos convertimos en figuras de destierro y autoexilio: apostamos por mantener el sitio, como crisálidas de mariposa que deciden paralizar neuróticamente la necesaria transformación que requiere la vida. Quizá de ese aislamiento es de donde procede el malestar profundo: ¿la crisis de las crisálidas?



La intrusión de Gaia

A todo esto, el mundo de los modernos ya no es lo que era –no está dado ni garantizado– y el futuro se ha convertido en una incógnita inquietante. En las dos últimas décadas, una superposición de crisis en curso ha instalado entre nosotros algo así como una tormenta perfecta, que nos desafía y abruma al mismo tiempo que nos interpela. Ahora bien, como apunta Bruno Latour (2017) en su libro Cara a cara con el planeta, no estamos apenas en un período difícil y prolongado de crisis y catástrofes que en algún momento pasará, recuperando así “nuestra vieja normalidad”. Más bien, asistimos a una mutación del mundo, a un corrimiento de tierras profundo, cuyo estupor no hace sino sublimar las respuestas angustiadas. De hecho, no son pocas las llamadas neuróticas a la acción ecológica que se plantean o se arman desde la inminencia de un fin de mundo, argumentado con vehemencia científica, que nos llegará: “¡ahora!, ¡ya!, ¿no lo veis?”. Y, sin embargo, como en el Esperando a Godot de Samuel Beckett, no nos movemos ni un ápice, paralizando el encuentro con el otro en el goce de la angustia.

En un intento por resignificar el absurdo en el que parecemos instalados, el esperanzador ¿Dónde estoy? de Bruno Latour (2021) abre con una analogía de la Metamorfosis de Kafka, en pleno confinamiento pandémico. Como Gregor, quizá también nosotros seamos el síntoma de un nuevo mundo, donde aquello que nos parecía normal –como los padres de esa cucaracha que muchos fuimos durante esa época– necesite ser profundamente repensado. Para quienes suscriben este texto, nacidos ambos en el año en que llegamos a 340,12 ppm de CO2, en pleno éxtasis del consumo sin límites, ungidos en plástico desde nuestra infancia y ahora sometidos a la ascesis moral del veganismo, la modernidad siempre se nos presentó como un relato de progreso continuo: una esperanza que se asentaba en el dominio infraestructural del mundo, trabajado por una cosmología que dividía el mundo entre naturaleza y cultura, opinión y verdad; o, en el plano de los agentes, entre humanos y no humanos. Los primeros, dotados de subjetividad y capacidad de acción, podían existir a distancia de los segundos: objetos, seres y entidades inmundas (sin mundo, weltlos, como los llamaba Heidegger) y conocidos por una ciencia interesada por los fenómenos distales.

Uno de los rasgos más característicos de esa transformación en curso tiene que ver con la relación cambiante que los modernos establecemos con el planeta, entendido en su dimensión terrestre y, también, viviente. Algo de esto tiene que ver con recuperar una conexión con algo muy antiguo. Al decir de Emanuele Coccia (2021), si hay algo que pueda definir a la vida es su perpetua capacidad metamórfica, donde unos seres crean condiciones para la habitabilidad de otros. En una divertida conferencia pronunciada recientemente en el CENDEAC, titulada “El jardín del mundo”, Coccia ejemplificaba esta idea hablando de cómo eso que hoy llamamos Tierra, no puede entenderse sino como consecución técnica de la vida o la labor de las plantas, cruciales para la producción de la atmósfera y la orografía, así como del oxígeno gracias al cual otros seres vivimos:

Lo que llamamos paisaje es el trabajo y el resultado de muchos arquitectos paisajistas diferentes. Lo que llamamos jardín es sólo un ejército de jardineros (las plantas)

la Tierra tiene un estatuto de artefacto… una producción cultural de todos los seres vivos que lo habitan y no sólo la precondición trascendental para la posibilidad de la vida. Gaia es hija de Flora. El sol es la muñeca cósmica de Flora

Y, sin embargo, hay algo de la mutación reciente que trasciende ciertas capacidades metamórficas de hacer mundo o “terraformar”, que nos coloca en una crisis profunda. En uno de los capítulos de Dónde aterrizar, Latour (2019) explicaba esa transformación de la siguiente manera. El acontecimiento colosal que necesitamos entender se corresponde con el desvelamiento de la potencia de actuar de lo Terrestre. Lo Terrestre —con T mayúscula, para subrayar que se trata de un concepto— es un nuevo actor político. Es decir, la tierra ha dejado de ser el telón de fondo de la acción humana y ha pasado a afirmar un poder de actuar que los modernos le habíamos negado. En ese sentido, la irrupción de la Tierra en lo político estaría transformando la misma noción de política, convirtiéndola en una suerte de geopolítica. Para Latour, aunque la inercia y el sentido común nos conducen a seguir hablando de geopolítica como si el prefijo “geo” designase solamente el marco en el que se desarrolla la acción política; “geo” designaría, ahora, un agente que participa plenamente de la vida pública. Así las cosas, la Tierra ya no es una trascendencia muda y obediente, sino una multiplicidad de entidades no humanas con las que interaccionamos y de las que dependemos para vivir.

Isabelle Stengers se ha referido a esa irrupción de la Tierra en lo político como la “intrusión de Gaia”. Sin embargo, la Gaia de Stengers no remite a la idea de sistema estable –una suerte de Madre Tierra protectora de la vida–. Gaia sería el nombre de la Tierra transformada por los vivientes: un ente en metamorfosis que podemos conocer por sus intrusiones. Un ser susceptible de reacciones imprevisibles y ciego a los daños que provoca. Una cita extraída de su libro En tiempos de catástrofes (Stengers, 2017) puede ayudarnos a enmarcar políticamente este escenario:

Luchar contra Gaia no tiene ningún sentido, hay que aprender a componer con ella. Componer con el capitalismo tampoco tiene ningún sentido, hay que luchar contra su dominio (p. 47).

La intrusión de Gaia exige de nosotros nuevos arreglos a la altura de las amenazas. Pero, en lugar de explorar junto a otros alguno de esos desafíos –cómo mantener los territorios habitables y cómo luchar contra los que los vuelven inhabitables– pareciera que persistimos en nuestros síntomas y preferimos malgastar una parte significativa de nuestras energías en prácticas yoicas con las que nos intoxicamos.



Una mutación siniestra

Quizá esté ahí, en la irrupción de lo Terrestre en la política, parte de la angustia y la desorientación política de nuestra época. Sin embargo, aquí radica nuestro punto: pese a las esperanzas depositadas en la pandemia por Latour, aquí seguimos, pegados a un suelo que se resquebraja. Mientras el mundo de la modernidad cambia brutalmente, reventando los goznes de cualquier intento de fundar una protección ad eternum, las mariposas que un día fuimos –aún lo recordamos–, tomando las plazas o haciendo la revolución de los cuerpos, parecen haber entrado en un movimiento inverso: una involución crisálida, emitiendo opiniones o quedando en un silencio paralizante desde el aparente confort de sus vainas. Una mutación siniestra.

En su conocido trabajo sobre “Lo siniestro” [das Unheimliche], publicado en 1919, Freud (2013b) habla de todo aquello que, debiendo permanecer en secreto, se ha manifestado. Lo siniestro aparece como lo espantoso que se revela de modo inesperado en lo más cotidiano: algo que se presenta y que no debería estar ahí. Freud pone el ejemplo de los autómatas, los muñecos que parecen cobrar vida. Pero también se refiere a la impresión causada por las figuras de cera: el desasosiego ante la duda de que un objeto sin vida esté de alguna forma animado. Por su parte, Lacan (2007) destaca en el Seminario 10 que lo siniestro resuena con la idea de un huésped desconocido que aparece de forma inopinada en nuestro imaginario –en un marco dónde no debería estar–. En un pasaje del mismo seminario, Lacan se refiere a ese huésped hostil como “inhabitante”, como aquel que ya habita dentro, aunque eso nos resulte inasimilable y parezca venir del exterior.

Si nos paramos a pensar en el tipo de eventos y situaciones contemporáneas que pueden despertar en nosotros esa sensación de lo siniestro, no parece descabellado considerar como siniestra la potencia de actuar de lo Terrestre. La irrupción unilateral de toda una serie de procesos materiales que amenazan a los vivientes —incendios, inundaciones, olas de calor, acidificación de los océanos, desigualdades, etc.—, desencadenados por la intrusión en nuestras formas de vida de una multiplicidad de agencias propias de un planeta alterado, desbarata la cosmología moderna y muestra, de manera siniestra, lo que no se debería ver.  Ya no estamos en un mundo en el que los humanos actuamos con distancia y control sobre un trasfondo no humano, sino en un mundo poblado por una infinidad de vivientes cuyos cursos de acción se superponen constantemente, cuando no se desestabilizan mutuamente. Un mundo inhabitante, que responde a los modos en que lo hemos cambiado.

En ese sentido, Latour (2019) señala que la noción misma de suelo está cambiando de naturaleza. El mismo suelo que debería sostener nuestros proyectos —también la lucha antagónica entre ellos— parece desvanecerse bajo nuestros pies al calor de la emergencia climática. De ahí que la angustia sea tan profunda: el suelo no nos sostiene. El punto de referencia de la política parece haberse transformado por completo. La crisis ecológica nos lanza abruptamente a otro mundo donde el excepcionalismo humano moderno se muestra impotente. Los mismos seres que, hasta ahora, habíamos tratado como meros recursos son ahora actores políticos de primer orden con los que tenemos que aprender a componer los territorios, en otros términos; concretamente, en términos de habitabilidad cuando las condiciones de habitabilidad ya no están garantizadas.



Abrazar el deseo de ser otra cosa

Quizás, para prestar atención a ese huésped hostil y negociar con la angustia debemos habilitar no sólo una conciencia de la mutación, sino intervenir en el plano del deseo, de la relación con el otro, cambiar de deseo: necesitamos un deseo nuevo que no pase por el resentimiento. El deseo no es del orden de la voluntad y, por tanto, no es una región del yo, no pertenece al campo de la lógica, ni del razonamiento. Antes bien, es del campo de lo sensible, de los mundos encarnados y de sus devenires. Cambiar de deseo, asumir una metamorfosis, exige un acto de fe, un arrojarse: lo que hace la oruga que forma su crisálida sin saber en qué se convertirá. Algo que remite al universo del riesgo y la incertidumbre, pero que también implica relacionarse de otra manera con lo indeterminado y lo convulso. Recuperar el deseo es, por tanto, recuperar los modos de decir y hacer que puedan hacer sitio a lo posible no pensado, permitiéndonos desprendernos de fines caducos que suponen una amenaza para nosotros y para el mundo. A nuestro juicio, entendernos como crisálidas y, por tanto, abrazar esa condición, pudiera contener la oportunidad misma de construcción de ese deseo. La marca de un antes y un después, arrojarse a la transformación para encontrar una salida. No en vano, el deseo, en palabras de Lacan (1971), es el “deseo del Otro”: entendámoslo aquí como deseo de ser otra cosa.

Poco tiempo antes de morir, Bruno Latour concedió una larga entrevista en el canal Arte cuya transcripción ha sido publicada como Habitar la Tierra. En una de las piezas, titulada “El fin de la modernidad”, Latour discurre sobre una pregunta: ¿cómo es posible que toda una civilización enfrentada a una amenaza que conoce perfectamente no reaccione? Para contestar a esta paradoja, se refiere a la modernización como un imperativo que, particularmente desde los años 1950, operó como un mandato que nos exigió abandonar nuestro pasado y separarnos de la Tierra a cambio de participar del mito del progreso. Lo terrible de la idea de la modernización es que, una vez se ha puesto en marcha, “es ciega e impide completamente preguntarse a qué renunciar”. Sabemos, de acuerdo con la orientación lacaniana, que el deseo siempre está ligado a una falta, por lo tanto, si nada nos falta, no hay deseo posible: hay más de lo mismo.

De algún modo, progresar suponía acercarse a lo global, sin mirar para otro lado. Para acceder a la abundancia, la libertad y la emancipación, debíamos despegarnos de los territorios locales y desvincularnos de las comunidades. Sin embargo, la emergencia climática ha hecho que la misma idea de progreso, entendida como un futuro mejor y siempre disponible en algún lugar, esté hoy en entredicho. Asimismo, ese despegue hacia lo global no sólo trastocó los ecosistemas y sistemas climáticos, sino que provocó un epistemicidio, la muerte de muchos saberes y prácticas que nos relacionaban con el complejo tejido de interdependencias de lo terrestre: erradicando otras maneras de vivir, de sentipensar como diría el antropólogo Arturo Escobar, limitando drásticamente nuestra capacidad de reacción, imaginación y cooperación.

El capitalismo –nombre quizá más específico para hablar de la modernidad– opera, en la definición de Pignarre y Stengers en La brujería capitalista, como un “sistema brujo” que expropia nuestra capacidad de hacer que las cosas nos conciernan, ya sea en nuestros propios términos o, incluso, fuera de nuestras prácticas habituales. A juicio de ambos autores, no se trata de que el sistema capitalista nos mienta, ni de que nos engañe o manipule, sino de que su modo de existencia se inscribe en el linaje de los embrujos, montando una ecología depredadora que desactiva prácticas cruciales de interdependencia. ¿Quizá sea esto lo que nos hace agarrarnos a las paredes de la crisálida para no querer abrir un pequeño agujero con nuestras antenas de mariposa? Sin embargo, frente a un embrujo, no sería suficiente la denuncia de la captura –como se denuncia una ideología o la falsa conciencia–, porque la captura fabrica un agarre, un éxito, una legitimidad, una necesidad, un zócalo común “y lo hace sobre algo que importa, que hace vivir y pensar a aquel o aquella que es capturado” (Pignarre y Stengers, 2018: 84). Para salir de esta crisis, por tanto, el desvelamiento no funcionará. Antes que definirnos a la contra de ese sistema de captura, deberíamos aprender de sus modos de agarre, identificar su vulnerabilidad e inventar un agarre diferente que haga sensibles otras posibilidades: esto es, conducir la atención hacia las condiciones ecológicas que permitan resquebrajar las paredes de nuestras crisálida, librarnos de la mierda del yo y echar a volar, esperando que el mundo fuera pueda albergar nuevos encuentros, participando en fabricar la habitabilidad junto con otras.



En busca del suelo perdido

Pero, ¿cómo hacer pensables esos agarres? ¿cómo convertirlos en un asunto relevante para reavivar una ecología política? El asunto no parece requerir, como hemos intentado argumentar, trabajar en el plano yoico de llevarnos las manos a la cabeza ante una situación que podríamos pensar como una irresponsabilidad intolerable o, simplemente, denunciar. Quizá, más bien, tengamos que volver a pisar el suelo, como la mariposa se posa en una flor. No en vano, en los últimos años, el suelo ha recuperado fuerza como activador de la ecología política. Su rescate como concepto coincide con la evidencia de una profunda erosión del suelo común –tanto literal como metafórica–, al mismo tiempo que con un cierto interés causado por la propuesta latouriana de “hacer aterrizar” a los modernos, una vez que la emergencia climática ha revelado la ausencia de suelo para sostener el proyecto modernizador.

A pesar de que el suelo y su cuidado han estado asociados a menudo a tradiciones políticas reaccionarias y antropocéntricas –formas de excepcionalismo humano que anclan sus raíces en la ideología nacionalista del Blut und Boden, atesorada por la extrema derecha y que la Europa fortaleza no desmiente–, la corrosión de los suelos contemporáneos contiene también una posibilidad afirmativa para pensar su reconstrucción. Así, mientras ciertas élites ya fabulan con una vida sin suelo compartido –en su casa-búnker con reservas de hectómetros de oxígeno para sobrellevar la hecatombe planetaria–, proliferan también comunidades de prácticas que ligan la posibilidad de la habitabilidad a la restauración y repoblación de suelos devastados. Ahora bien, si hemos cambiado de mundo y, además, el suelo parece estar en vías de desintegración: ¿qué podemos hacer?

La propuesta de Latour (2021), transmutado en geógrafo, remite a la necesidad de re-describir nuestros territorios, inspirándose en los Cahiers de doléances previos a la Revolución francesa: “La descripción relocaliza, repuebla, pero también, y es lo más imprevisto, restituye el poder de actuar” (p. 95). Abundando en esa idea, en una reciente entrevista en la revista francesa de psicoanálisis Mental (Hoornaert, Leblanc-Roïc y Roïc, 2022), Latour habla de que “sólo la descripción permite pasar de la angustia primera a la segunda” (p. 90); de una angustia frenética o paralizante a un hacer colectivo que hace pensar y actuar. Como sucede con la transferencia en el dispositivo psicoanalítico, describir es avanzar hacia el otro: no opinar desde el yo, no fundar un nuevo culto crítico, sino socavar el yo. Describir es arrojarse al mundo para conocerlo y, ahí, trabajar en sus agarres.

Para describir es necesario asumir un cierto no saber, abandonar nuestra posición de dominio y reconocer que, en un mundo en metamorfosis, no conocemos bien ni el suelo que pisamos. Describir, por tanto, es una tarea inacabable, reiterada, un modo de vida. Esto no prescribe un modo de descripción como una actividad desgajada del mundo (las hay más o menos intervencionistas). Tampoco su carácter representacional (las hay más alegóricas o más realistas, en el modo del periodismo o en el de las artes). Sea como fuere, cualquier modo de descripción implica una forma del deseo: un salir de sí. Por tanto, en lugar de intentar nombrar y acallar el mundo y su sintomatología; describiendo, que es lo mismo que decir viviendo, podemos ir en busca del suelo perdido, para recomponerlo, reactivando, también, su potencia política (Stengers 2017), incluso cuando no nos queda esperanza.

Pero, la esperanza es el vuelo que describe una mariposa cuando, en su sutil aleteo para salir de la crisálida, desea la transformación compartida del mundo. 

Referencias

Coccia, E. (2021). Metamorfosis. La fascinante continuidad de la vida. Siruela.

Freud, S. (2013a). “Lo ominoso”. En Obras completas, Volumen XVII (1917- 19). Amorrortu.

Freud, S. (2013b). “Inhibición, síntoma y angustia”. En Obras completas, Volumen XX (1925- 1926). Amorrortu.

Hornaert, G; Leblanc-Roïc, V. et Roïc, T. (2022). “Rencontre avec Bruno Latour: Nous sommes des squatteurs alors que nous pensions être des propriétaires”. Mental: Revue Internationale de psychanalyse, nº 46 (Écologie lacanienne), pp. 81-96.

Lacan, J. (1971). Escritos 1. Siglo XXI.

Lacan, J. (2007). El seminario 10: La angustia. Paidós.

Latour, B. (2004). Why Has Critique Run out of Steam? From Matters of Fact to Matters of Concern. Critical Inquiry, 30, 225–248.

Latour, B. (2017). Cara a cara con el planeta. Una nueva mirada sobre el cambio climático alejada de las posiciones apocalípticas. Siglo XXI.

Latour, B. (2019). Dónde aterrizar. Cómo orientarse en política. Taurus.

Latour, B. (2020). “Imaginar los gestos-barrera contra la vuelta a la producción anterior a la crisis”. CTXT, 05 de abril de 2020. https://ctxt.es/es/20200401/Politica/31797/economia-coronavirus-crisis-produccion-gestos-barrera-empresas-medioambiente-bruno-latour.htm

Latour, B. (2021). ¿Dónde estoy? Una guía para habitar el planeta. Taurus.

Rancière, J. (2010). El espectador emancipado. Ellago ediciones.

Stengers, I. (2017). En tiempo de catástrofes. Cómo resistir a la barbarie que viene. Ned ediciones.

Stengers, I. y Pignarre P. (2018). La brujería capitalista. Prácticas para prevenirla y conjurarla. Hekht.

Terranova, F. (2016). Donna Haraway: Story Telling for Earthly Survival [film]. Icarus Films.

Cita: Brais Estévez Vilariño y Tomás Sánchez Criado (2024, 21 marzo). La crisis de las crisálidas. Reactivar la política en el fin del mundoAnkulegi antropologia espazio digitala – espacio digital de antropología. Recuperado 21 de marzo de 2024, de https://doi.org/10.58079/w24a

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¿Cómo diseñaríamos con animales si hiciéramos el contrato correcto? > Terraformazioni 01

Micol Rispoli y Ramon Rispoli han editado la maravilla de compilación “Design, STS e la sfida del più-che-umano | Diseño, STS y el desafío de lo más-que-humano“, bilingüe en italiano y castellano.

Se trata del primer número de la nueva revista Terraformazioni, cuyo contenido deriva de la serie de conferencias Diálogos en torno a los STS: diseño, investigación y el desafío de lo “más que humano”, que los editores organizaron en la Real Academia de España en Roma junto con la asociación STS Italia en 2022.

Terraformazioni es un proyecto fascinante, publicado por la editorial italiana Cratèra edizioni, que tiene por objeto poner en diálogo investigaciones científicas y artísticas en un espacio abierto a la reflexión sobre la cultura del proyecto arquitectónico.

Junto con Ignacio Farías y Felix Remter colaboramos en este espectacular número inicial, rodeados de mucha gente querida e inspiradora, con un texto reflexionando sobre nuestra experiencia pedagógica en Múnich.

¿Cómo diseñaríamos con animales si hiciéramos el contrato correcto?

Resumen

En respuesta a las complejas crisis medioambientales de origen antropogénico, recientes desarrollos en arquitectura y urbanismo buscan explorar otros materiales, tecnologías, recursos y modos de colaboración. Pero, ¿y si lo que estuviera en juego no fuera el rediseño de las formas arquitectónicas y de los paisajes urbanos, sino el rediseño de las prácticas arquitectónicas y de diseño urbano? Este capítulo muestra una especulación colectiva para hacer esta cuestión pensable, un trabajo en el que lo “más que humano” supuso algo más que el contenido de un brief de diseño, requiriendo más bien abrirse a las competencias ‘no sólo humanas’ en procesos de codiseño y a las incertidumbres que se derivan de las interdependencias terrestres y multi-especies. ¿Cómo cuidar, pues, en la práctica arquitectónica de los complejos enredos terrestres que articulan los espacios de cohabitación humana y más que hu- mana? Este texto no proporciona directrices o principios generales para ha- cerlo, sino que describe un enfoque experimental orientado a re-aprender la práctica de la arquitectura por medio del encuentro con animales. Dialogando con los estudios de ciencia y tecnología o las humanidades ambientales y sus reflexiones sobre las relaciones multi-especies, describimos un experimento pedagógico en el que ciertos animales fueron tratados como acompañantes epistémicos para repensar la práctica arquitectónica, involucrando así sus competencias para intentar diseñar con ellos.

Cita recomendada: Farías, I., Criado, T.S. & Remter, F. (2023). ¿Cómo diseñaríamos con animales si hiciéramos el contrato correcto? En M. Rispoli & R. Rispoli (Eds.) Design, STS e la sfida del più-che-umano | Diseño, STS y el desafío de lo más-que-humano (pp. 76-91). Terraformazioni 01 | PDF

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Ageing Cities > Zine

How are cities and urban designers responding to the challenge of population ageing? How can we as ethnographers understand the social and material transformations underway in their efforts to shape ‘ageing-friendly’ cities or cities ‘for all ages’? These are two of the leading research questions of our ethnographic study project “Ageing Cities” on which we worked together in the academic year 2021-2022.

Our main concern has been to explore the distinctive intergenerational design challenges of what some architects and urban planners are beginning to call “Late Life Urbanism” (check the video of the final presentation).

Our exploration included an excursion in April 2022 to Alicante, Benidorm and neighbouring urban enclaves in the Costa Blanca (Spain). The area is relevant as ageing bodies and practices have become, since the 1960s, a sort of vector of urbanisation in the region: developing into what some geographers call “the Pensioners’ Coast.”

Considering the intriguing history of migration of this region, with pensioners from all over Central and Northern Europe (but also from other regions of Spain) relocating there, the “Pensioners’ Coast” is an interesting experimental ground to witness what happens when older bodies take centre-stage. Over the course of seven eventful and exciting days we had the chance to explore how sensitised urban designers from the area respond to the intergenerational design challenges these bodies bring in different ways.

In a joint endeavour with STS-inspired architectural researchers from the Critical Pedagogies, Ecological Politics and Material Practices research group of the University of Alicante, the visit allowed us to explore different approaches to architectural practice where older people have more active roles in the design and management of ageing cities (from cooperative senior cohousing to inter- and multigenerational housing projects, as well as accessible public space infrastructures, ranging from sidewalks to beaches and public transportation).

With this Zine we wish to share some of our main reflections, learnings to engage ethnographically with late life urbanism in Costa Blanca (or should we say eng-age?). The Zine could be taken as a long thank you note and a memoir of our encounters with different initiatives. But we also see it as a relevant intergenerational gift of sorts, lent to future urban researchers on these topics.

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Editorial team

Adam Petráš, Anna Maria Schlotmann, Christine Maicher, Doreen Sauer, Erman Dinç, Maximilian Apel & Tomás Sánchez Criado

Design and typesetting

Maximilian Apel

CC BY NC ND November 2023 Institut für Europäische Ethnologie, Humboldt-Universität zu Berlin

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Reassembling Ageing, Ecologising Care?

Upon Patrick Laviolette and Aleksandar Bošković’s invitation, I have written the Anthropological Journal of European Culture’s Editorial Response to Issue 32(1) on Materialities of Age & Ageing.

Reassembling Ageing, Ecologising Care?

Welfare states and market actors across the world have transformed what ageing as a process and being old as an embodied identity might be today, through a wide range of equipment, services and infrastructures. This ‘material’, when not ‘materialist’ drive is the object of analysis of the proposals gathered in AJEC‘s 32(1) special issue, which features different case studies aiming to foreground hitherto under-analysed ‘age-related matters’ to offer conceptual and ethnographic proposals to better understand what the editors call ‘landscapes of ageing and pressing gerontological concerns.’ The backbone of this special issue addresses how ‘material culture’ works in anthropology might be affected by what in other neighbouring disciplines like STS and Ageing studies is being addressed as a ‘socio-gerontechnological’ approach: that is, a joint attention to how ageing is a material process, as well as how materials inscribe or support peculiar meanings or ontologies of ageing.

Drawing from the recent experience of teaching the StudienprojektAgeing Cities: The Crisis of Welfare Infrastructures’ – and particularly reflecting on a field trip where we visited Benidorm and other ageing enclaves in the Costa Blanca (Alicante, Spain) – in my editorial response I wish to take issue with the need to widen this material agenda around ageing bodies and their situated enactments, thinking beyond classic ‘material culture’ objects of study – the home and everyday technologies – and venturing into wider and more convoluted urban arenas, with their variegated scales and material entities. These problematisations, I believe, would force us to provide less metaphorical uses of ecological vocabularies, hence addressing the challenges that these materialised ‘landscapes’ entail for to our conceptions and practices of care: perhaps pushing us to consider the very environmental effects of ageing-friendly modes inhabiting and terraforming, and the new forms of care these landscapes – deeply affecting, in turn, ageing processes — might need?

Recommended citation: Criado, T. S. (2023). Reassembling Ageing, Ecologising Care? (Editorial Response to Issue 32(1) on Materialities of Age & Ageing). Anthropological Journal of European Cultures32(2), v-xii | PDF

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How would animals and architects co-design if we built the right contract? > Design For More-Than-Human Futures

Martin Tironi, Marcos Chilet, Carola Ureta and Pablo Hermansen have edited a gem of a compilation, opening a space to think about the design of worlds that are not only human.

As the editors state, the book Design For More-Than-Human Futures: Towards Post-Anthropocentric Worlding, explores a “search for a transition towards more ethical design focused on more-than-human coexistence”, being “an invitation to travel new paths for design framed by ethics of more-than-human coexistence”. For this “Questioning the notion of human-centered design is central to this discussion. It is not only a theoretical and methodological concern, but an ethical need to critically rethink the modern, colonialist, and anthropocentric inheritance that resonates in design culture. The authors in this book explore the ideas oriented to form new relations with the more-than-human and with the planet, using design as a form of political enquiry”.

It was a luxury to be able to participate with a collective proposal that is as fun as it is challenging, together with long-time collaborators and mates Ignacio Farías and Felix Remter.

Our contribution describes a pedagogic experiment – part of the Design in Crisis: Sensing like an animal design studio at the TU Munich’s MA in Architecture in 2017 – where beavers were treated as epistemic partners for rethinking architectural practice, thus engaging their capacities in attempts at designing with them.

How would animals and architects co-design if we built the right contract?

In the face of multifaceted environmental crises of anthropogenic origins, recent developments in architecture and urbanism aim to explore other materials, technologies, resources, and modes of collaboration. Yet, what if what was at stake was not the redesign of architectural forms and urban landscapes, but the very redesign of urban design and architectural practice themselves? This chapter offers a collective speculation of this, where the “more-than-human” is treated as more than the content of a design brief; demanding instead an opening to other-than-human capacities in co-design processes and to the unpredictabilities resulting from terrestrial and multispecies interdependencies. How to care, then, in architectural practice for terrestrial and multispecies entanglements? Rather than providing guidelines or general principles to do so, this chapter describes an experimental approach to relearn architecture practice from animals. Following STS and environmental humanities multispecies concerns, it describes a pedagogic experiment where urban animals were treated as epistemic partners for rethinking architectural practice, thus engaging their capacities in attempts at designing with them.

Recommended citation: Farías, I.; Criado, T.S. & Remter, F. (2023) How would animals and architects co-design if we built the right contract?. In M. Tironi, M. Chilet, C. Ureta & P. Hermansen (Eds.) Design For More-Than-Human Futures: Towards Post-Anthropocentric Worlding (pp. 92-102). Routledge | PDF

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Learning with others about neurodiverse spatial practice > GeoAgenda “Field Trips as Pedagogical Devices”

For the most recent issue of GeoAgenda, the journal of the Swiss Association of Geography, Julio Paulos and Sven Daniel Wolfe have put together a collection of short interventions around the theme “Field Trips as Pedagogical Devices”

The main question they sought to explore was: What are the educational benefits of urban field trips? This special issue of GeoAgenda aims to answer this question through a series of stories, experiences and reflections.

As they suggest in their introduction (p.4):

Field trips are a common unit of study in geography curricula, and they are widely valued for the valuable hands-on learning experiences they provide. Nevertheless, they remain peripheral to most geography curricula. We don’t mean to suggest that field trips should be at the centre of teaching, but that a rethinking of teaching formats outside the classroom, and even within the classroom, is necessary to prepare students for the realities they will encounter once they graduate or leave academia. Field trips give students (and teachers) a vivid, first-hand understanding of (urban) environments. They allow for an exploration of the complexity, diversity, and multiplicities of urban life in a way that cannot be conveyed by classroom instruction alone.

This issue highlights these benefits, but also delves deeper into the issues of reflecting the standards of classroom teaching. In doing so, it calls for a more situated and experimental rethinking of university education.

Upon the gracious invitation of Julio (to whom I’d like to thank here), together with Micol Rispoli and Patrick Bieler we contribute to it with a short piece called:

Learning with others about neurodiverse spatial practice

In early 2020 Micol Rispoli (architect) and Tomás Criado (anthropologist) were working on a design experiment exploring how neurodiverse spatial practice might put architectural design practice in crisis. In previous months they had been engaging with a neurodivergent person and his family. They also had been revising standard architectural approaches to accessible design, in particular with neurodivergent people. But they felt they needed to discuss their predicaments with someone more experienced in these issues. Tomás, then, engaged his colleague Patrick Bieler (anthropologist), an experienced researcher on these matters, to join the conversation.

What follows is the account of a trip to the sights of Patrick’s fieldwork, where we tried to learn together what neurodiverse spatial practice might do to urban design.

Recommended citation: Rispoli, M.; Criado, T. & Bieler, P. (2023). Learning with others about neurodiverse spatial practice. GeoAgenda, 2023/2: 18-19 | PDF

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Waste What? A game on the many ways we can reuse stuff

A game on the many ways we can reuse stuff

WASTE WHAT? explores how we can think about materials differently, trying out many ways to keep stuff in use. In the game you play as a material recovery initiative. Your goal is to creatively find new uses for discarded things, closing loops and reducing the amount of waste that is burned.

Original website


2 players or 2 teams /// Age ~10 – ∞ /// ca. 30 min.


A constant avalanche of materials flows through our cities every day: packaging, food that is never eaten, electronics that are quickly outdated, cheap textiles to feed the fast fashion frenzy, furniture and construction materials for temporary spaces. From production to recycling or disposal, these industrial-scale material flows produce emissions and other negative environmental impacts, and take a lot of labor to handle!


In many places around the world, citizen projects are working to do something about it, trying out many ways to keep stuff in use. These initiatives many times struggle to decide what is waste and what is not.

Your city is such a place, what will you do about it? Form a material recovery initiative and fight against things being turned into waste!


WASTE WHAT? An open-source cooperative game for 2 players or 2 teams.

As you repair, recombine and repurpose things, your knowledge and skills grow.

To maximize your impact you can also work together with other initiatives!

You can be specialized in different areas: Textile, Furniture, Bikes, Food, Construction and Electronics.

YOU WIN: If you finish 6 rounds, while keeping low CO2 levels.

YOU LOSE: If any player can’t pay rent at the end of a round or you emit all 3 CO2 tokens in the waste burning facility.


WASTE WHAT? is the main result of the project “Trash Games: Playing with the Circular Economy at Haus der Materialisierung” (2021-2022), funded by the Berlin University Alliance

CC NY NC SA Trash Games, 2022


The research process


Project team

– Vera Susanne Rotter (Project lead)

– Tomás Criado (Project co-lead)

– Ignacio Farías (Project co-lead)

– Isabel Ordóñez (Research and Development)

– Johannes Scholz (Project Coordination)

– Petra Beck (Artistic research and documentation, game development)

– Sebastian Quack (Game design)

– Marisol Escorza (Graphic design)

– Sophie Wulf (Student assistant)

– Adriana Flores Franz (Video documentation)

Acknowledgement for the support in the project

– Johannes Bassler (Textilhafen Berlin – Berliner Stadtmission)

– Simone Kellerhoff (Material Mafia)

– Jens Peitan (MHKW Ruhleben – BSR)

– Elena Sofia Stranges (Ort-Schafft-Material)

– Frieder Sölling (Nochmall – BSR)

– Nora Wilhelm (Mitkunstzentrale)

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La ecología de saberes vibrantes de Bruno Latour

Texto publicado simultáneamente en Ankulegi & CTXT

La catástrofe ambiental nos trae de cabeza. Por todas partes aparecen movimientos activistas, pronunciamientos reaccionarios que se les oponen y propuestas de soluciones que se expresan sin ningún atisbo de duda. En esta situación de estupor, en la que empezamos a tomar conciencia de la finitud planetaria, el trabajo de Bruno Latour (fallecido el pasado 9 de octubre de 2022) pudiera ser de gran inspiración para cultivar ecologías vibrantes de pensamiento colectivo, con el fin de abordar los retos del “Nuevo Régimen Climático”. 


Ecologistas en guerra

En Alemania, donde he vivido los últimos 8 años, nadie habla de otra cosa: Lützerath. Quizá os suene, es el primer lugar donde han arrestado a Greta Thunberg, tras una prolongada ocupación, sentadas y una batalla campal por su desalojo. Desde hace casi dos años, una infinidad de activistas luchan en este pueblo del Oeste del país al grito de keep it in the ground (dejadlo en el suelo) o Klimaschutz ist Handarbeit (la protección del clima es un trabajo manual). Su objetivo es evitar la desaparición del pueblo ante la ampliación de la mina de lignito a cielo abierto de Garzweiler, que ya ha engullido varias localidades colindantes. 

Aunque la ampliación de la mina no es una nueva medida, ha cobrado un carácter extremadamente complejo tras la invasión de Ucrania. A pesar de ser cuestionada por más de 500 científicos, la retórica de cortar la dependencia energética de Rusia ha intensificado la necesidad de extraer carbón localmente, lo que algunos residentes han percibido como una traición por parte del partido Verde, integrante del gobierno de coalición alemán. Esta traición parece haberse visto refrendada por las declaraciones de un parlamentario de los Verdes, que acusa a estas personas que protestan (como también están haciendo grandes medios alemanes) de haber roto con la tradición de la no violencia del movimiento ambientalista, atentando contra la propiedad y la integridad física de otras personas. 

En mitad del ruido, una foto de Marius Michusch se ha hecho icónica; tanto por la excavadora que representa––un ser cometierra, verdadero devorador de paisajes––, como por la protección policial que documenta––reflejando la violencia de que no hay alternativas al modelo de producción extractivista––. La imagen constituye un buen resumen de los dilemas contemporáneos de un mundo ante el abismo. Espoleados por la sensación de que a nuestro alrededor el mundo arde y la gente sufre, vivimos una época de renovadas pasiones ambientalistas, a las que muchas veces se les oponen distintas formas de negacionismo. Frente a la defensa del pueblo, hay quienes sugieren que el desalojo se haga rapidito, que se dejen de tonterías, que hay que poder seguir calentando nuestras casas, que no pasa nada.

19:42 Bagger extrem nah an Arbeitern und Polizei. Strategie von RWE; Aktivistisch nutzbare Fläche schnell wegbaggern. #Luetzerath. Marius Michusch https://twitter.com/marius_mich/status/1610708837463474183/ (7:44 PM · Jan 4, 2023)

Pero claro que pasa. Estamos en un momento muy complicado y vertiginoso. Algo ha cambiado en muchos de nosotros. Quizá fue un poco antes de la pandemia, con esos fuegos desbocados de Australia y sus koalas calcinados. O quizá fueron las olas de calor que aplastaron Europa el pasado verano. Ya no somos los mismos, ni siquiera los que se niegan a aceptar que algo esté pasando. Algo no termina de funcionar en nuestra forma de vida. Ante los reiterados avisos de la catástrofe ambiental en curso, la búsqueda de seguridad lleva a algunas personas a aferrarse a pronunciamientos identitarios rotundos, cuando no profundamente violentos. Pero también se suceden las visiones apocalípticas. Y, para hacerlo todo aún más complicado, revolotean por todos lados soluciones de distintos expertos, muchas veces incompatibles, que se expresan sin un ápice de duda. Malos tiempos para la lírica o, lo que es lo mismo, la pausa, la discusión y el pensamiento colectivo.



La esperanza (de Pandora) es lo último que se pierde

Precisamente en un momento así, me gustaría reivindicar la relevancia del trabajo de Bruno Latour ––filósofo y antropólogo de la ciencia y la tecnología, ensayista de la ecología política–– que, tomando conciencia de la finitud planetaria, ha hecho relevante otra manera de pensar, más alegre y viva, vibrante y tentativa, para hacer frente a la mutación climática. El suyo era un modo de abordar problemas gigantescos (la verdad, la eficacia, la transformación de la política como un asunto más que humano) alejado de las grandes narrativas. Su planteamiento era siempre empírico, cuando no específicamente etnográfico. Latour fue uno de los grandes artífices de lo que se conoce como “teoría del actor-red”: una caja de herramientas descriptiva para entender los modos de existencia de los modernos, nuclear para aproximarse a los dilemas de la contemporaneidad.

Por ello, cuando supe de su muerte, el pasado 9 de octubre de 2022, no pude evitar llorar. Como uno llora cuando pierde a alguien que le ha cambiado el curso de la vida, con esa mezcla de desesperación y de reconocimiento. Y recordé cómo empecé a leerlo, de la forma más absurda. En 2002 cogí el libro La esperanza de Pandora de la biblioteca de la madre de un amigo. Lo abrí, me picó la curiosidad y no lo podía dejar: aquello era un relato apasionante de los procesos de construcción de los hechos o cómo las técnicas hacen mundo. Le pedí a mi amigo traerlo de vuelta al día siguiente, pero esto nunca ocurrió. No pude proteger el libro cuando comenzó un chaparrón espantoso mientras esperaba el autobús en una parada sin marquesina. A pesar de la vergüenza de no saber cómo devolver un libro maltrecho, desde entonces Bruno Latour me ha acompañado media vida. Siempre vuelvo a él cuando necesito recordarme que el oficio de investigar puede ser también divertido y apasionante: algo para lo que, seamos sinceros, tenemos muy poco soporte institucional. Pero como siempre me recuerda desde una de mis estanterías aquel libro mojado con el que empezó todo, la esperanza (de Pandora) es lo último que se pierde.

Le conocí en persona en 2005. Aún recuerdo la fascinación de merodear con él entre las instalaciones de la exposición Making Things Public, que comisarió en el ZKM de Karlsruhe, donde fui a entrevistarlo. Sin embargo, tener de cuerpo presente a la persona que a uno le inspira no es necesariamente lo más relevante. Lo que siempre me atrajo de su lectura fue que cada vez que lo leía vibraba. Literalmente, el mundo se movía: por ejemplo, aun con el libro mojado en la mano, ese autobús que me llevaba a casa era un ente vibrátil, una componenda azarosa e inestable de distintas entidades cooperando, a través del tiempo y el espacio, para transportarnos.

Aunque tras el 15-M me distancié un poco, las prioridades eran otras y la creatividad salvaje omnipresente, desde 2019 me fascinaron sus entrevistas eléctricas en la radio France Inter. En ellas era siempre divertido y lúcido, comentando asuntos como los Gilets jaunes o el Brexit y la pandemia desde lugares interesantes. A causa de ello, poco a poco me enfrasqué en su trabajo reciente, que pone en el centro la actual mutación ecológica. Una situación que, según argumentaba, requiere de nosotros repensar el papel de los saberes, así como las formas políticas que tendremos que ensayar, pues el reto excede a nuestras actuales instituciones.

Hay muchas maneras de hacer un homenaje intelectual, también de hacerlo mal. Sólo se me ocurren algunas de intentar hacerlo bien. Frente a la idealización de personas, la historia intelectual, pues las aportaciones, para ser valoradas, requieren reconstruir bien el contexto de debates en que se hicieron: el trabajo de Latour sólo puede entenderse como un “vuelo compartido” con otra mucha gente, de entre quienes destacan, quizá, Michel Callon, Michel Serres e Isabelle Stengers (véanse estos dos artículos recientes de Callon, donde reconstruye muchas de estas interacciones: 1 | 2). Pero también, vindicar los “pequeños gestos” de una manera de pensar, como la centralidad del humor en la escritura de Latour que reseña Morgan Meyer en un reciente comentario. Y, por último, ensayar su puesta en uso, para lidiar con los problemas propios, que es lo que quisiera hacer aquí. 

Al reencontrarme con su lectura apasionada, me di cuenta de que hacía tiempo que no vivía esa frescura de volver a sentir el mundo vibrar cuando uno lee. Esta es la razón que me lleva a querer compartir mi pequeño homenaje a un pensador alegre que cultivó ecologías de pensamiento colectivo, cruciales para abordar las diatribas y los retos del momento presente. Esto no tiene que ver con hacer proselitismo, sino con querer resonar con su forma de pensar o, dicho de otro modo, con practicar un gesto latouriano. 



En la zona crítica

En su trabajo reciente hay una noción central: “Nuevo Régimen Climático”, que remite a los problemas a los que nos ha arrojado un modo de vida particular, la producción y su dependencia de las energías fósiles. Un régimen destructivo que ha transformado nuestros entornos, moldeado nuestros saberes e instituciones políticas durante más de un siglo, poniendo en riesgo la habitabilidad del planeta. Al mismo tiempo, esta caracterización sugiere la posibilidad de su transformación, de un antiguo a un nuevo régimen: lo que supone la búsqueda de otros horizontes de sentido para engendrar formas plurales de habitabilidad en un momento francamente complejo y problemático, sin garantías. De todo eso tratan el erudito Cara a cara con el planeta, los ensayos para el gran público que le han hecho popular recientemente, Dónde aterrizar y Dónde estoy, o el maravilloso catálogo de la exposición Critical Zones

Como Latour repetía incesantemente: a pesar de que la producción ha tenido efectos planetarios, no vivimos en el mismo planeta y necesitamos volver a aprender a vivir juntos. Pero para ello los modernos, principales artífices de este cambio, deben volver a entender su lugar en el mundo. El proyecto lo resumió muy bien Patrice Maniglier, en uno de los mejores obituarios académicos producidos tras la muerte de Latour: “Hacer aterrizar a los modernos supone … reabrir la pluralidad de las proyecciones terrestres. Y, también, reflexionar sobre las condiciones en las que la modernidad podría coexistir en la misma Tierra con otras formas de habitación terrestre, sin erradicarlas ni subyugarlas”. Para caracterizar esa pluralidad de proyecciones terrestres, Latour hablaba de Gaia: un término tomado de los trabajos científicos de James Lovelock y Lynn Margulis, pero que convierte en un concepto propio. 

Gaia no se trata ni de la madre tierra new age ni del planeta como totalidad sistémica o cibernética, como lo tratan las ciencias que estudian la simbiogénesis o el sistema Tierra. Antes bien, es un ente emergente, que aparece y desaparece, donde es central la actividad de los vivientes: quienes producen la inestabilidad atmosférica que hace única a la Tierra. Su consistencia es la de un tapiz parcheado, no unitario y complejo. Ese carácter requiere todos nuestros esfuerzos para conocer sus “intrusiones”, a muy diferentes escalas. Las ramificaciones e interpenetraciones complejas que Latour mostró y reflejaba en su trabajo colectivo con las científicas y los científicos de los Observatorios de la Zona Crítica, nos conminan a la tarea de no dejar de indagar nunca. Porque hacer describibles y discutibles esas “zonas críticas” (donde los vivientes se la juegan literalmente, pero también donde más se afanan para continuar haciendo mundos vivibles, en su pluralidad irreducible) no es fácil.

Lüzerath es un interesante ejemplo de ello. Según el politólogo Pierre Charbonnier, el retorno de la extracción minera a Europa tras la invasión de Ucrania rompe una distinción espacial fundacional moderna, crucial al extractivismo colonial de la producción: la que distingue “dónde vivimos” y “de dónde vivimos” los modernos. Parece previsible que, teniendo de nuevo las minas cerca de casa, estos conflictos irán a más y serán más duros, lo que podría traer nuevas vías para la ecología política. Pero esta ruptura parece habernos arrojado más bien a lo que Charbonnier llama una “ecología de guerra”, donde el frente se ha desplazado a nuestras formas cotidianas de uso energético: la situación paradójica de sostener desde el consumo la maquinaria de guerra a la que muchos nos oponemos políticamente, o donde parar la maquinaria de guerra puede tener que ver con transformar nuestra relación con la producción y sus usos energéticos. Esa ecología de guerra y sus dilemas son el trasfondo de la imagen de Marius Michusch que antes mencionaba. Es una fotografía potente que quizá gane premios, pero que, también, permite hacer una distinción demasiado rápida entre quiénes son “los buenos” y “los malos”. En la mayoría de casos la distinción es compleja. 

Pensemos en las acciones de colectivos que están redefiniendo los contornos de la acción directa del ambientalismo, como Letzte Generation (última generación) en Alemania, Just Stop Oil en Reino Unido o Futuro Vegetal en España. Más allá de la famosa y disputada curadoría de arte del fin del mundo, sopa vegetal y pegamento mediante, una de las acciones más peculiares de concienciación cívica de Letzte Generation ha sido pegarse al asfalto y hacer sentadas parando el tráfico en cruces urbanos. Tras el estupor inicial de quienes se veían forzados a parar sus coches, cada vez más conductores y viandantes reciben sus sentadas con violencia. En algunas acciones recientes, al ver que iban a bloquear la calle, los coches se han negado a parar, poniendo a los activistas en peligro y llegando a arrollarlos en ocasiones.

Ciertos medios alemanes se dirigen a estos activistas con el epíteto despectivo de Klima-Kleber (los que se pegan por el clima). Su ridiculización por parte de los medios me produce una profunda tristeza porque, a través de estas acciones, estos colectivos buscan politizar la catástrofe planetaria, advirtiendo del papel central que cumplen las energías fósiles en ello, empleando el tráfico rodado para demostrar su posición. Pero la rabia y el rechazo que muestran los conductores parece revelar que esa ecuación no es tan sencilla. Cuando menos, opera paradójicamente por abstracción: parar ese coche en concreto, no implica parar el problema y, lamentablemente, tampoco parece invitar a considerar las razones de dependencia del coche de aquellos a quienes paran. Lo que, sin duda, no hace la violencia menos desdeñable, pero ¿cómo salir de este dilema?



La importancia de describir bien

Para hacer estas situaciones pensables creo que Latour puede ser de gran relevancia. En Dónde aterrizar, por ejemplo, propuso recuperar los “cuadernos de quejas” anteriores a la Revolución Francesa, donde los diferentes estamentos fueron llamados a describir los problemas que aquejaban a sus territorios. Esta herramienta descriptiva cobró sentido renovado en el contexto de las revueltas de los Gilets jaunes, donde se puso en discusión cómo ciertas políticas ambientales pudieran impactar paradójicamente en quienes no tienen dinero para renovar su viejo diésel. En un consorcio junto con profesionales de la arquitectura y las artes escénicas, Latour y sus colegas exploraron entre 2019 y 2020 en qué podrían consistir unos “nuevos cuadernos de quejas”, desarrollando para ello cartografías personales y territoriales en diferentes ciudades francesas. Se dibujaron, así, espacios de disputa y de alianza.

A mi juicio, estas experiencias empíricas son de gran inspiración si deseamos encarar los dilemas del “Nuevo Régimen Climático”. Para lidiar con el estupor necesitamos aprender a describir bien: tomándonos el tiempo para entender las redes de las que dependemos y su escala variable. La descripción es una forma de intervención: como en los cuadernos de quejas, implica también inscribir las desigualdades que aquejan a esos territorios, sus orígenes y disputas. Al hacerlo, se hace difícil, sin embargo, convertir a unos en heroínas o héroes incomprendidos y a otros en zombis de las energías fósiles. Pero, a la vez, esa propuesta descriptiva nos permite ir más allá del enfrentamiento entre gente que, de otra manera, pudiera compartir mundo o lucha, dando paso a otras políticas de re-ensamblaje de nuestras formas de vida, más allá de la producción. Se trata de una tarea compleja, sin duda.

El septiembre pasado, Philip Oltermann publicó un artículo en el diario The Guardian que lidiaba con esa complejidad. Relataba los retos que enfrenta una planta de la multinacional BASF, en la localidad alemana de Ludwigshafen, cuyo trabajo podría verse afectado por el racionamiento del gas ruso, tras las sanciones por la invasión de Ucrania. El artículo habla de un lugar difícil de pensar: con profundos y perversos lazos socio-ecológicos, en el centro de un brutal pliegue de escalas. No sólo por sus 2850 kilómetros de tuberías. Además, la planta consume una cantidad anual de gas semejante a la de toda Suiza. A pesar de su apariencia exótica y lejana, los productos químicos que produce están profundamente incrustados en el tejido de lo cotidiano: pasta de dientes, vitaminas, aislamiento para edificios, pañales, ibuprofeno para analgésicos o suministros para la industria automovilística de media Europa. 

Desde que lo leí no dejo de pensar en ello: ¿cómo intervenir en ese pliegue abigarrado, cuyo desmantelamiento o crisis afecta no sólo al consumo de combustibles fósiles o industrias de las que subsisten muchas personas, sino también a la posibilidad de contar con productos médicos y de higiene que permiten nuestra supervivencia? En su artículo Imaginar los gestos-barrera contra la vuelta a la producción anterior a la crisis, publicado durante el confinamiento, Latour argumentaba que: “No se trata ya de retomar o de modificar un sistema de producción, sino de salir de la producción como principio único de relación con el mundo”. Pero, ¿qué gestos-barrera podemos ensayar para reensamblar lo que Ludwigshafen ha plegado de otros modos? Esta es una tarea que requiere un ingente trabajo colectivo, toda una inventiva política para explorar ensamblajes alternativos.

La inmensidad del reto produce parálisis. A esto no ayuda la proliferación de diferentes formas de ignorancia instituida o negacionismo que nos abisman. Y, muy a nuestro pesar, tampoco los relatos simplistas y guerreros de la práctica científica, tan presentes en el movimiento ambientalista. El problema de lemas como “seguir a la ciencia” o “unirse contra el negacionismo” es de orden práctico, tanto en su sentido laxo —¿a dónde, cómo, por qué medios?— como en el filosófico pragmatista: es decir, hay que explorar con calma cómo se ha construido un hecho y sus efectos —“para qué” y “a costa de quiénes”—, sin dejarnos embaucar por soluciones en apariencia sencillas. Sea como fuere, debemos llevar a cabo un importante trabajo colectivo de descripción, lo que requerirá debates llenos de disputas, si aspiramos a dirimir cómo enfrentar la tarea de armar otra forma de vida.

Entrevista a Bruno Latour (6/12)
Inventar dispositivos colectivos


Hacia una nueva clase ecológica

Para ello, quizá necesitemos renovar el vocabulario y las prácticas de la ecología política. Eso implicará, por seguir con el gesto de inspiración latouriana, pluralizar y ampliar los modos de implicación pública de la ciencia más allá de formas tan iluministas como la divulgación o la pedagogía, centradas en “tener razón”; algo que no parece muy útil para hacerse con la complejidad de los problemas y la necesidad de perpetua indagación del presente. A pesar de que debemos congratularnos de que haya devenido asunto público, necesitaremos muchas más voces que las que copan las trifulcas mediáticas entre colapsistas, decrecentistas y partidarios del Green New Deal. También, aprender caso a caso a dimensionar los debates para participar de la composición de entornos más habitables para distintos seres: sin obviar la complejidad, pero sin abundar en la desesperanza ni la esperanza estériles.

En ese sentido, en su trabajo reciente con Nikolaj Schultz, Latour habla de la necesidad de una “nueva clase ecológica” que, al igual que la obrera en el siglo XIX, debe ser construida. Sin embargo, y aquí empiezan los problemas, la clase obrera no puede ser el molde: la materialidad y el sentido de la historia son distintos, la tarea de composición de otro orden. Para empezar, la afectación de los fenómenos ecológicos es muy diversa en sus expresiones, no hay una única naturaleza. Para seguir, la producción, y no sólo su redistribución o reapropiación, es el problema. Como Latour mencionaba en ese artículo durante el confinamiento antes citado: “quizá es el momento de inventar un socialismo que discuta la producción en sí misma … la injusticia no se limita únicamente a la redistribución de los frutos del progreso, sino a la manera misma de hacer fructífero el planeta”.

Para hacerse sensible a estos retos y la indagación que eso requiere, será importante, a su parecer, equipar a esa clase. Y hablan de la importancia de las artes y su capacidad de describir y de afectar para ello. No artes pedagógicas o divulgativas: con su moral ya precocinada o desplegando un saber ya cerrado. Más bien, se trataría de experimentar con lo que denominan unas “artes políticas”: la práctica especulativa y exploratoria de las condiciones (estéticas, epistémicas y morales) desde las que abordar el “Nuevo Régimen Climático”, así como de las configuraciones políticas que se harán ahí relevantes (un trabajo que Latour inició en su libro Políticas de la Naturaleza y desarrolló posteriormente en el catálogo de la exposición Making Things Public). 

El reto, como recordaba recientemente Latour en su contribución al libro que relata la experimentación durante más de una década de la Escuela de Artes Políticas (programa de estudios que dirigía en Sciences Po), es que “no hay mundo común ni nunca lo ha habido. El pluralismo estará siempre con nosotros”. Esto requiere de exploraciones y tanteos siempre situados, dimensionando los problemas caso a caso, para explorar los contornos de lo común, pero también las divergencias. En diferentes iniciativas colectivas del propio Latour, junto con Frédérique Aït-Touati y Alexandra Arènes, la dramaturgia y el arte de los diagramas han sido dispositivos experimentales centrales, junto con las exposiciones antes mencionadas, para describir y poner en discusión distintos problemas, así como para explorar las formas de abordarlos políticamente.

La tarea de esas artes políticas para componer una clase ecológica, sin embargo, requiere el acompañamiento de una ciencia que no se centre en perpetuar el estilo aberrante que ha popularizado Don’t look up: echándose las manos a la cabeza ante lo idiotas que somos, porque no escuchamos. Antes bien, hace falta una ciencia que participe del proceso vibrante de indagación de lo existente y de lo posible. La clase ecológica, según Latour y Schultz, debiera estar integrada también por cuadros políticos y funcionarios del Estado. A pesar de la prevención que este aserto pueda generar, esto pudiera ser crucial para su éxito. Asimismo, los partidos y movimientos ecologistas deberían pasar de moralizar, apesadumbrar y regodearse en la catástrofe, a explorar, recuperar y defender, con alegría, distintos sentidos, no unitarios, de buena vida más allá del proyecto moderno (como, por ejemplo, el Sumak kawsay, pero también como en Lützerath).

Todo ello será necesario para pensar la des-economización que necesitamos emprender. Ese proceso requerirá dejar cosas de lado, frugalidad y sobriedad, pero también hacer existir distribuciones más justas de la habitabilidad y la imaginación de lo posible: ensayando distintas nociones de prosperidad para convertir esa clase ecológica en una clase abiertamente múltiple o, como diría Marisol de la Cadena, “común a través de la divergencia” (lo que hace falta en un kampong de Yakarta puede no ser lo mismo que en una eco-granja de los Alpes, y no serán lo mismo hoy que mañana). ¿Quizá esta idea de una clase ecológica permita construir puentes ayudando a confederar, sin perder las diferencias, a eco-feministas, decrecentistas, movimientos de ecología negra, decoloniales e indigenistas o a diferentes vertientes de eco-marxismo y ecosocialismo?

Frente a la dureza de lo que los próximos años traerán y para desactivar la desesperanza de los cambios que tendremos acometer, será más relevante que nunca la ecología de saberes vibrantes que Bruno Latour cultivó en vida: con su experimentación descriptiva y su pensamiento colectivo generativo. Ante el serio reto del “Nuevo Régimen Climático”, en situaciones donde el miedo nos atrapa, no nos deja pensar y caemos en la tentación de abrazarnos a quienes nos ofrecen soluciones fáciles, quizá sólo esa alegría del pensar colectivo pueda ayudar a engendrar la habitabilidad plural de nuestras zonas críticas. Ese sería su mejor legado.

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Multimodal Values: The Challenge of Institutionalizing and Evaluating More-than-textual Ethnography

The last issue of the wonderful journal project entanglements: experiments in multimodal ethnography came with the sad news that they’re closing down shop. It’s perhaps telling that our call for institutionalising more-than-textual ethnography appears in that very last issue. Perhaps it symbolically means that there’s loads of work to be done for multimodality to thrive.

This is also a text that came to be published as I discovered I would be moving to greener career pastures, after many wonderful years developing the vision we here present, and that I hope I can continue to work on as associate researcher of the Stadtlabor for Multimodal Anthropology.

Many thanks to Ignacio Farías, Julia Schröder and our many collaborators in different projects for their inspiration to think together more-than-textual anthropological worlds!

The end is the beginning is the end is the beginning!

Abstract

In this collective text, we introduce the vision and work of the Stadtlabor for Multimodal Anthropology at the Humboldt-University of Berlin and propose to explore the values of multimodal ethnographic projects, broadly construed. Thinking from our very explorations in multimodal production, foregrounding a concern on values is critical to share a conundrum that has been haunting us in recent times. Indeed, while engaging in various multimodal projects, we have been confronted with a predicament that we assume many multimodally-invested colleagues must have faced at some point: the problem of how to evaluate and even institutionalize multimodal anthropological projects. This question has started to become pressing when discussing our projects in different academic contexts. In what follows, we aim to expound and discuss the particular challenges of evaluating multimodal productions and thus of institutionalizing values for the multimodal. 

Keywords: valuation, ethnography, multimodality, evaluation, Institutionalization

Recommended citation: Criado, T., Farías, I. and Schröder, J. (2022). ‘Multimodal Values: The Challenge of Institutionalizing and Evaluating More-than-textual Ethnography’, entanglements, 5(1/2): 94-107 | PDF

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Multimodale Werte: Zur Institutionalisierung mehr-als-textueller Ethnographie

[English version of this text available here]

In diesem Text wollen wir zum einen das Stadtlabor für Multimodale Anthropologie am Institut für Europäische Ethnologie der Humboldt Universität zu Berlin vorstellen und über unsere Projekte der letzten Jahre reflektieren. Zum anderen soll der Wert von mehr-als-textuellen ethnographischen Projekten diskutiert und das Spiel als multimodal-anthropologisches Format beleuchtet werden. Während in den Anthropologien, wie in anderen sozial- und kulturwissenschaftlichen Disziplinen auch, das Schreiben und der Text ausschlaggebende Wissenspraktiken- bzw. -instrumente sind, nutzt die multimodale Anthropologie bewusst eine Vielzahl von Modalitäten, um diverse sinnliche Formen der Wissensproduktion gezielt in die Forschung miteinzubeziehen. In der mehr-als-textuellen Ethnographie wird das Textuelle zu einer von vielen möglichen Formen der ethnographischen Praxis und bildet nicht dessen bestimmende Methode. Eine mehr-als-textuelle Anthropologie schafft somit neue Zugänge für die anthropologische Praxis – gleichzeitig bringt sie neue Einschränkungen und Schwierigkeiten mit sich. Im Mittelpunkt dieses Textes steht daher eine Herausforderung bzw. ein Dilemma, mit der bzw. dem wir uns bei unserer Beschäftigung mit multimodalen Ansätzen immer wieder konfrontiert sehen und welche viele unserer Kolleg*innen ebenfalls beschäftigten: Wie können mehr-als-textuelle anthropologische Projekte bewertet und institutionalisiert werden? Diese Frage hat sich bei unseren eigenen multimodalen Erkundungen immer wieder als dringlich erwiesen. Denn trotz der vielseitigen Inspirationen, die unsere jüngsten multimodalen Projekte bereitstellten, sorgen diese ebenso für Irritationen, denn auch hier blieb das Gefühl, trotz mehr-als-textlicher Werkzeuge, nicht alles erfassen, beschreiben oder festmachen zu können. Im Folgenden möchten wir die Frage nach dem ethnographischen Wert sowie die besonderen Herausforderungen bei der Auswertung multi-modaler Produktionen erläutern und diskutieren. 

Criado, T.S., Farías, I. & Schröder, J. (2022). Multimodale Werte: Zur Institutionalisierung mehr-als-textueller Ethnographie. In: I. Kölz & M. Fenske (Eds.), Lebenswelten gestalten. Neue Felder und Forschungszugänge einer Designanthropologie (pp.27-43). Würzburg:  Königshausen & Neumann Verlag | PDF